lunes, 30 de septiembre de 2013

Confesión.

Siempre quise vivir en un sitio como este, un gran salón, con grandes ventanales, con una gran lámpara y su mampara. No me malinterpretéis, no es porque sea grande, es simplemente porque es limpio, es cálido y acogedor, hay un equilibrio en las formas, y se ve un cuadro desde el fondo de las ventanas. Eso es lo más importante. Las ventanas. Mientras ahora escribo con los ojos cerrados evoco hace unos breves instantes cómo me he asomado a ese cuadro e ido penetrando en sus pequeños instantes, en sus pequeños detalles, las montañas a lo lejos, Sierra Morena, con un coche descendiendo hacia el valle, una breve luz, sin saber quiénes eran ni qué querían ni de dónde venían, simplemente que allí estaban, podría imaginar cualquier cosa sobre ellos. Más abajo los árboles, los edificios, los ladrillos de barro cocido, las paredes blancas, las antenas de televisión y telefonía, los otros alambres, aquellos de los que cuelga la ropa, blanca, negra, de colores, me da igual, es la visión en su conjunto la que me lleva al pensamiento de altas capas a la contemplación de la inmensidad, a sentir la lanzada de la poesía clavada en mitad del pecho.
Tiempo ha ya que no era capaz de ver las cosas así, ya me siento recomfortado del todo, no estoy desperdigado por ningún lado, me hallo centrado, con fuerzas para afrontar cualquier cosa que se me venga encima, ya conozco a los monstruos que me acechan, pero otros más estarán al caer. Me siento con las fuerzas suficientes como para superar mi torpeza y traerme los mejores ojos azules  a mi lado, aunque me cueste sangrar de por medio. Hoy me siento capaz de todo, no me siento como para ponerme a sonreir, ni tampoco capaz de sacar adelante un pensamiento fugaz y genial, me siento con la capacidad de vivir feliz. Sin los que se han ido, con los que están. Me siento capaz de escribir cosas como estas, cualquier poesía, cualquier cosa, con tal de escribirla.
Me siento capaz de ser yo mismo por una vez en la vida. Por eso, cuando ha empezado a llover, y a mojarse mi espalda, he seguido quieto, esperando a que refrescase mis miembros, a que mojase mi cabeza y he seguido mirando al infinito, por la ventana.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Producto

A veces escucho las grandes canciones de amor, las grandes canciones del blues, los grandes poemas, las grandes novelas, las grandes historias. Los leo.
A veces una frase me gusta, me encanta, me llega al fondo de mí mismo. Y quiero escribir una frase como esa.
A veces veo unos ojos en la calle, en la clase, una mirada. Y quisiera escribirlos, dibujarlos, sacar las notas que ocultan, la suave melodía que se esconde entre pigmentos musculares en el arco del iris, el vacío infinito de la pupila...
Cuando veo todas estas cosas, un amanecer, un atardecer en que se desparrama la pintura naranja por el lienzo del cielo, sobre las montañas, cuando el lila de las flores inunda la primavera, cuando me llegan los acordes de una preciosa melodía. Cuando todo ésto pasa cojo el bolígrafo, el teclado, el lápiz, la guitarra, la armónica, el cuaderno, el alma... Y quiero que las frases salgan con facilidad, y que de mis manos salga el dibujo más hermoso, y enseñarlo a todo el mundo, y que todos te admiren como admiran a los grandes actores, como admiran a Joaquín Sabina, como admiran al escritor famoso, como admiran al pintor.
Las palabras no salen, las palabras tardan en salir, tardan en escribirse, cuestan, hay un freno en el paladar que impide que lleguen a tus manos y se plasmen en el pale, en el ordenador, la servilleta, el muro, donde sea.
Las palabras son solamente letras. Cuando intentas enseñarlas no es igual que cuando alguien intenta enseñar un cuadro, una canción, un dibujo, algo que no sean palabras.
A mí me gustan. Las palabras. Mis palabras a veces.
Escribir.

lunes, 16 de septiembre de 2013

BBE

Disfruto de las alegrías que da el estar ocioso.
Habiendo terminado el camino en este rocoso monumento. Mirar al fin del mundo, sentándome mirando la marea subir y bajar. Y no tener que hacer nada. Mirar a los barcos irse y venir. Me fui de mi casa porque no tenía nada que hacer allí. Y aquí estoy, sentándome al borde del abismo y mirando al gran azul. No hay puertas en el cielo a las que llamar, ningún hombre toca el piano con un micrófono que apesta a cerveza. No hay ninguna mujer a cuyos pies arrodillarse. Ha sido un día largo de narices y he estado trabajando como un idiota, pero ahora estoy solo, dejándolo estar. Aquí, yo y mi corazón de oro. Pensando en cuando te vi intentarlo. En todo lo que es, en todo lo que somos.
Sólo, conmigo mismo. Después de haber alcanzado la cima y haberlo visto con los ojos del depredador. Mirando al mar inmenso, y detrás tus ojos azules.

viernes, 6 de septiembre de 2013

El mapa del cielo.

A ratos sabía contar las mejores historias, las más tristes. Algunas veces participaba en ellas. Esa noche se acostó en su cama como siempre, al hilo del horrible calor que gobernaba en verano, con la ventana abierta de par en par, con el sonido de los coches a través de su ventana, con el ruido de los aparatos de aire acondicionado que él no se podía costear, con el ruido de la ciudad buyendo de vida nocturan. Sin embargo, cuando el ruido pareció cesar, puesto que se acostumbró a él, uno mucho más molesto comenzó a molestarle: el silencio. Sus oidos parecían no enseñarle nada, ni siquiera podía oír su corazón latiendo en su pecho, el mundo se había quedado en silencio, sus ojos abiertos, no podía dormir.
No podía dormir y el silencio era tal en mitad de la noche que parecía que hasta las estrellas, las pocas que brillaban, se hubiesen parado en sus viajes a altas velocidades por el universo a miles de años luz. Se revolvió en la cama, y su piel contra las sábanas produjo un atronador gemir que le hacía espabilarse. El manto sólido del silencio volvió a caer despacio sobre él mismo y apenas lo hubo hecho, se volvió a mover. Tenía que moverse con tal de evitar el silencio. Al rato empezó a sudar, y el ruido de su respiración y su corazón ya eran suficiente para darle esquinazo a la tacidez. 
Entonces la vio cuando la voz de su pecho empezó a desaparecer otra vez entre el silencio. Una estrella roja, enorme en mitad del cielo. Se levantó y el frescor de la noche entró despacio en la habitación, y ya no importaba el sonido de sus pies en el suelo, ya no importaba el silencio ni tampoco importaban los coches, ni los aires acondicionados, ni la vida de la ciudad, solamente la estrella y él. 
Se sentó en el escritorio, con las hojas recién escritas de aquella tarde debajo de sus brazos, con el sudor arrugando el papel, mirando la estrella roja. Empezó a ver la cara de alguien frente a él, una cara familiar, pelo largo negro y palidez en el rostro, dientes blancos perfectos, labios rojos frente a piel muerta. No recordaba sus ojos, no recordaba su voz. Intentó tocar su piel, su cuerpo desnudo de cintura para arriba, no pudo.
Vio las marcas en sus brazos, vio la tristeza eterna de su rostro, que lo hacía cada día más hermoso. A veces protagonizaba las historias más tristes, no podía tocarla, estaba detrás de un cristal. Había una cuchilla en su mano. No podía poner sus yemas sobre su piel, solo podía usar la cuchilla. Cortó su pelo, despacio, mirándose en el espejo que era ella, cortó su barba, despacio, tatuó su nombre, despacio, en su cuerpo, sintiendo irrealmente cada herida, cada gota de sangre que salía de sus brazos, de su pecho, su vientre, sus piernas...
La mugre de las paredes, el gris que lo inundaba todo. La sangre que salía de su cuerpo era tanta que comenzaba a llenar la habitación, el espejo, ella, todo. El gris se volvía rojo. El óxido terminó por cubrir la habitación entera, incluso el espejo, ella, todo. 
Se levantó sudando, con el corazón alterado, con la conciencia alterada por soñar esas cosas, con el silencio rodeando todo, el alba despuntaba en el horizonte ya... 

Para soñar esas cosas mejor no dormirse nunca jamás.