viernes, 12 de diciembre de 2014

In Flanders Fields- John McCrae

In Flanders fields the poppies blow
Between the crosses, row on row,
That mark our place; and in the sky
The larks, still bravely singing, fly
Scarce heard amid the guns below.

We are the Dead. Short days ago
We lived, felt dawn, saw sunset glow,
Loved and were loved, and now we lie
In Flanders fields.

Take up our quarrel with the foe:
To you from failing hands we throw
The torch; be yours to hold it high.
If ye break faith with us who die
We shall not sleep, though poppies grow
In Flanders fields.

In Flanders Fields- John McCrae versión para escuchar.
Si pinchas en el enlace podrás escuchar cómo recito el poema.

lunes, 8 de diciembre de 2014

A los pseudopoetas.

No me gusta la poesía. No.
La que hacemos encriptada en palabras isla.
Y no me gustan los poetas.
Aprendices de Bukowskwi que ahogan
sus pájaros azules en tragos de alquitrán
o que los ocultan tras montañas de silicona.
Que desnudan sus cuerpos para ocultar sus almas.
"Esclavos de
la tecla INTRO
que presionan con
dramatismo
cada vez que les viene en gana."
Narradores de voz desesperada, cuentacuentos,
fuentes de tristeza y vidas pasadas,
mirando siempre a la luna, tratando de ser gatos.
Imitando los versos de los últimos
cincuenta años.
Que comparten, como si de Sabina se tratara,
versos de humo entre rasgueos de guitarra
con voces desgarradas y monótonas.
Huyendo de metáforas, hipérboles
y demás parrafadas.
Poesía en ciento cuarenta caracteres,
amantes de Coelho, Moccia, el amor
y cualquier Bram Stocker moderno.
¡Esclavos de la poesía sin verso!
no queriendo llamarme profesional,
ni poeta, ni maestro,
solamente quisiera que escuchéis
mi consejo,
antes de arder en los entresijos
de una generación perdida,
y en laberintos de símbolos odiosos,
leed a todo aquél que estuvo perdido,
que encerró a sus pájaros azules,
(que son más de los que pensáis)
¡atreveos a amar los versos!
y así podréis sacar la fuerza para escribir
algo digno de colgar en el firmamento.

A los pseudopoetas

lunes, 17 de noviembre de 2014

Maastricht.

Maastricht enseña espacios abiertos y verdes,
un cielo estrellado y bocanadas coloreadas.
Muestra agua brotando de sus rincones, vida,
discípulos corriendo en sus asuntos calle arriba,
calle abajo rodando en bicicletas de moho.
Con casas enredadas como un golem en la montaña,
con humo de sus edificios como faros en la noche
que guardan en sus estómagos el fuego y el calor.
Enseña la muerte de sus libros con elegancia,
decae con fuerza, haciéndole trepar hacia el fondo.
Subyuga la naturaleza a sus antojos convirtiéndola
en caramelos y juguetes para sus infantes.
Maastricht lleva el pecado escrito en el nombre,
la ciudad roja que se desata en las noches frías
cuando los cuerpos se buscan en el Mosa,
mirando la luna y manteniéndose fríos.
¡Si sus ladrillos contasen cómo se cogían de la mano,
cómo enjugaban sus labios en los pasos,
simultáneos y cómplices del pecado de quererse;
y susurrasen con reprobación por enamorarse
en una ciudad que no es París ni Roma ni New York!
Maastricht es una ciudad para quererse.
Para querer al mundo, para querer un hogar.
Pero Maastricht no tiene jazmines en su terraza.
Maastricht, ¿por qué no crecen jazmines en tus terrazas
en las noches calurosas de verano?

sábado, 1 de noviembre de 2014

El paciente de la 711.

El doctor ya ha llamado a la familia para dar el pésame. No ha sido la mejor semana del mundo, desde luego. El paciente de la 711 se arrancó los ojos con unas viejas botellas de anís, no lo oímos gritar, simplemente apareció a la mañana siguiente mirando hacia el infinito con una sonrisa llena de paz. Ahora pasamos las tardes atendiendo a los enfermos, sedándolos y mirando por la ventana del sanatorio. Pasan envueltas en esta lluvia que nos aparta del resto del mundo: el centro para enfermos mentales la boca del silencio se ubica en mitad de la nada. Entre dos montañas a escasos km de una capital de provincia, su construcción data del s. XVIII, cuando, no con mucho acierto, pensaron que era mejor tener a los locos lo suficientemente lejos de la ciudad como para que no interfiriese la vida diaria de las personas cotidianas y lo suficientemente cerca como para no tener que viajar demasiado para traerlos. Un ambiente de paz y tranquilidad donde poder ser olvidados del resto del mundo. Y para olvidarnos a nosotros también, claro, los guardianes de esta prisión cuyas paredes de ladrillo no son las importantes, sino las de la mente. Cada enfermo es una isla, aislado mientras tratamos de construir puentes hacia su psyque. Una célula partida en dos cuyo pensamiento ha sido separado del resto del mundo construyendo unos muros más fuertes que los que nosotros les imponemos, por nuestra seguridad y por la suya.
Al paciente de la 711 le perseguía un fantasma de su pasado en la vieja granja de sus padres, tras años de tratamiento consiguió apoderarse de dos botellas de cristal de dios-sabe-dónde y suicidarse a través de un ritual que le otorgaría la paz en la muerte. Los horrores que la mente de aquél pobre hombre tuvo que soportar me han tenido toda la semana pendiente de las ventanas enormes a través de las cuáles se filtra la oscuridad que los días nublados y los frondosos árboles nos traen. Miro las ventanas, miro las velas con su cándida luz y las telarañas, la pasividad con la que hago mi trabajo, alimentar, cuidar, transportar a los enfermos me exaspera, el ambiente me carcome como una gota de agua que se va colando despacio entre mis huesos y mi carne, en mi cabeza y en mi columna vertebral. No puedo parar de pensar en le paciente de la 711 con su habitación llena de pinturas de espantapájaros, no puedo parar de pensar en cómo iba realizando mejoras y cómo de repente todo cambió de rumbo y apocó hacia la tormenta. Éste nunca ha sido un sitio lleno de alegría, pero tampoco de tristeza, lo que me gustaba de él era la asepsia profunda y blanca paz. Al final ha terminado por acabarse. El día que se llevaron al paciente de la 711 el doctor miró con sus profundos ojos por toda la habitación, con su habitual frialdad y murmuró unas palabras como una especie de epitafio para el desdichado, dejando profundas marcas en las paredes acolchadas con su sonido: la habitación pareció cambiar después de pronunciarlas, nada quedó igual. “Las elecciones de esta clase de hombres no debe de sorprendernos, ustedes, si se encontrasen en la misma situación, en la que pueden encontrarse, harían lo mismo. Cuando no queda salida a los muros de esta vida, la única solución es la muerte.” En el silencio del alba los policías se llevaron el cuerpo cuando se les ordenó levantarlo, dejando un vacío irrecuperable en los muros y las habitaciones de esta institución. Los enfermeros más viejos recordaban casos de suicidios, pero no tan brutales, los enfermos más viejos también, pero éste había trastocado todo el status de la comunidad: en nuestros papeles de carceleros, la mentira que contábamos a nuestros presos goteaba con la oscuridad de nuestros ojos y nos hacía ver nuestras frágiles muñecas envueltas en cristales, vibrando y amenazando con quebrarse mientras realizábamos nuestras labores.
En mi persona los efectos fueron devastadores. Había habido casos de suicidio con anterioridad, pero la oscuridad que desprendió éste y la forma que tuvo de mimetizarse con la vida cotidiana me destrozaron. Un humo negro se desprendió del cadáver y se cruzó en mi mirar. Al principio era algo completamente normal, la brutalidad, la sangre, los recuerdos, todo era todo lo normal que podía ser una pérdida. Sin embargo después se fue camuflando en el día a día y descubrí con horror que las paredes habían cambiado de tono y las sábanas no eran blancas sino grises, los muros no eran de ladrillo rojo sino marrón verdoso y los insectos no eran invisibles sino que se convertían en amenazantes puntos encubiertos en las paredes que ya no eran acogedoras sino altas verjas de arcilla cocida que mi mente no lograba traspasar. El mundo que me rodeaba se volvía más lento, pasaba las noches mirando la luz de una vela en un candelabro, recostada de lado sobre la cama, viendo cómo las llamas quebraban la oscuridad a mi lado.
Y de repente, llegó aquella noche en la que cambió todo. En la que lo comprendí cada cosa. Vino en forma de una mensajera inusual después de la cena que hacíamos mensualmente con el doctor. En la cena el doctor nos había estado contando cómo los últimos cambios en el sanatorio estaban siendo muy positivos para los enfermos, cómo todos habíamos podido superar con presteza la muerte del paciente de la 711. Un silencio recorrió la sala mientras todos se regocijaban en su capacidad para el olvido, con un deje de melancolía por el recordatorio de la fúnebre nueva. Mis sentidos se agudizaron recorriendo la sala, pude contemplar en mi estupor cómo la congratulación era falsa en todos, cómo se arrepentían de su pensamiento... Salvo el doctor. Mis sentidos de dardo captaron cómo miraba con avidez a todos los integrantes de la mesa con calma. Era un hombre frío y calculador, controlaba todo en la mesa. Al despedirnos sus palabras acudieron a mi mente de nuevo: “a cualquiera de vosotros le podría pasar”. Y sentí un pinchazo en el cuello. En la noche, más tarde, el sueño no acudía a mis párpados, como de costumbre. Un arácnido paseaba sus piernas de cuchillas en sus finos hilos de plata, sentía el drama de la caza y la naturaleza rota en los tiempos vacíos que pasaba la araña buscando su alimento. Sus ojos contemplaban pacientemente los mosquitos, con avidez, reflejando en su interior la oscuridad que generaba el veneno que desharía el interior de sus víctimas, convirtiéndolo en un zumo de horrores listo para ser consumido por el monstruo. A cualquiera de los mosquitos le podría suceder la desgracia de caer en la red.
No podía dejar de mirar, ya no los mosquitos alrededor de la vela, sino los ojos de la araña. Los ojos empozoñados, como seis perlas negras pendientes de los extremos de sus hilos de humo, indicando la pertenencia de una presa, el arácnido reflejándome a mí, observándome a mí misma en la mirada impersonal de la tejedora. Observando el infierno desatándose en fríos barridos de aire a mi alrededor.
[...]
Observando la cara del doctor reflejada en los ojos del invertebrado, mirando hacia abajo y viendo mis brazos atados por una camisa de fuerza, viéndome en una habitación dentro del sanatorio. Sintiéndome en un cuerpo que no era el mío, con el pecho más amplio, las caderas menos anchas y el pelo más corto, con las manos ásperas y callosas, con los brazos más fuertes y los hombros más anchos. Viendo los muros de mi pensamiento rodeándome y sintiendo la presencia de algo que venía a por mí. Sintiendo los pasos de palo del espantapájaros uno a uno acercándose hasta mi puerta. Abriendo mi puerta y entrando. Mirándome con sus ojos de botella, recortando mi respiración envuelta en horror con su risa asmática y estridente, lanzando escalofríos hacia mi espalda. Arrastrándome por el suelo hacia la pared intentando rehuir su presencia. Al quedarse el espantapájaros quieto, un brillo parece entrar por entre los barrotes a través de la lluvia cegándome momentáneamente; al volver la vista hacia él, la imagen del doctor lo reemplaza. El doctor con sus ojos carmesí, con los seis dedos que le caracterizan en la mano izquierda, con ocho patas tocando el suelo, bailando con sus apéndices, reflejando la luz de la vela en sus ojos llenos de veneno, con su sonrisa, deseoso de comerme. No podía moverme de la habitación del paciente 711, las redes de mi mente me mantenían pegado a la pared, a mi lado dos culos de botella sobre una vieja cazadora, mi única salida, tenía las manos libres otra vez. El doctor venía a por mí, deslizando sus ocho patas, teniéndome contra el aguijón o el cristal, el terror invadía mi pequeño cuerpo e hiperventilaba, solamente tenía una solución (le podría pasar a cualquiera), los vidrios estaban cada vez más cerca con su afilada hoja de cristal (la única solución es la muerte). La araña me había atrapado en su red, cogí las botellas con diligencia y las rompí contra el suelo. La única salida era la muerte, la única forma de salir de aquél infierno, de escapar de la araña y sus horrores, de su veneno, de su palidez, de sus ojos rojos, de saberse la presa del depredador. Empuñé mis dos improvisadas cuchillas y miré al doctor reírse. Empujé los filos cortantes sobre mis glóbulos oculares hacia el interior de mi mente mientras mi corazón latía hasta el infinito y la sangre se agolpaba en mi cabeza tan rápido como mi respiración conteniendo un grito en el ahogo que me producía la presencia del doctor.
[…]
Me despertó el chirrido que hicieron las patas de la araña, como un grito de ralladura de cristal en mitad de la noche al caer al fuego de la vela y desaparecer en llamas haciéndose una pequeña bola de miseria. Sudando y respirando preocupantemente deprisa me levante pese al dolor en todo mi cuerpo, mi pecho volvía a ser femenino, mis caderas anchas, mis hombros estrechos y mi pelo largo. Mi habitación volvía a ser la mía, mis insectos seguían siendo manchas en la pared, pero ahora lo veía todo claro. El problema que nos perseguía a todos, el deje de tristeza que brillaba en todos... ¡todos nos sentíamos igual! Todos éramos prisioneros de la misma jaula, todos éramos prisioneros de la misma araña y todos seríamos devorados poco a poco en una pesadilla por mantener abierto el apetito de nuestro depredador, el doctor. El doctor con su acento Lituano y sus ojos carmesí, el Doctor Lloyd Wyman que nos iba devorando a todos con su persistente paciencia, observándonos con sus ojos de invertebrado desde su despacho, atrapados en la tela, encerrados tras los muros en nuestras pequeñas habitaciones. Había de acabar con ello. Pensaba en la manera de acabar mientras la telaraña se consumía en el fuego de mi candelabro.
El fuego me dio la solución. Tenía que quemar la red de muerte y asegurarme de que la araña no escapase, tenía que asegurarme de que no había huevos y de salvar a las presas. Una a una bloqueé las puertas y las salidas de emergencia. Cuando eres un guardia puedes salir por la noche a tomar el fresco sin que nadie haga demasiadas preguntas. Los pasillos se tornaban amenazadores en mi deambular, nadie me prestaba atención, solo los enfermos son los protagonistas aquí. Pobres enfermos, pobres presos, no podía dejarlos en libertad tampoco. Tenía que desconectar la electricidad, sí, eso sería lo mejor, desconectar la electricidad justo antes de quemar el edificio, sería lo mejor. El fuego debería de empezar en el despacho del doctor, lleno de papeles fáciles de quemar... El nido de la bestia.
Conforme me acercaba al despacho del doctor, en el pabellón de enfermos con atenciones especiales, que dormían cerca de los enfermeros en caso de urgencia médica, notaba cómo los presos se agitaban en las camas, como si sintiesen lo que iba a suceder en breves. Notaba con prístina angustia cómo palpitaba en mis oídos la sangre impulsada por cada paso que daba hacia el despacho. Una sensación que me pedía que volviese y me acostase apremiaba en mis venas, “mañana se lo contarás a todo el mundo, seguro que te creen”, “no te preocupes, esta noche no vendrá a por ti” me repetía a mí misma. La oscuridad absoluta en mis talones era la que me impulsaba a seguir adelante, no podía darme la vuelta hacia los ladrillos verdes otra vez, no podía volver con el cadáver de la araña y esperar otra vez hasta que amaneciese con aquella verdad en las entrañas. Tenía que quemarlo todo.
La puerta de la bestia rezaba: Dr. Lloyd Wyman. Abrí tras forzarla armando un pequeño escándalo que me sobresaltó. Esperé segundos en la oscuridad mientras los lamentos de los enfermos a mi alrededor se tornaban otra vez un pequeño murmullo en la oscuridad, solamente un rezo aislado de algún preso insomne. Entré decidido en el despacho, evitando el chirriar de la puerta, internándome en aquella especie de palacio privado, alejado del resto del edificio. Suelo de terciopelo rojo, paredes reforzadas en madera, un intento de sofisticación frustrado por el conocimiento de los muros de ladrillo que se ocultaban detrás, por el suelo de losas negras brillantes debajo de la alfombra, por la calefacción eléctrica como una metafórica chimenea. El poderoso escritorio aguardaba repleto de ordenados papelajos. Hice una pila con ellos y los esparcí por la habitación. Abrí el mueble bar y me encontré con la colección de licores del doctor. Estaba estrictamente prohibida la bebida en el centro, sin embargo él la mantenía en un intento de supremacía social: él era el depredador, nosotros las presas, nos iba a degustar con un buen vino y se iba a regocijar con un buen libro escuchando música en su antiguo tocadiscos al calor de un buen whisky mientras nuestros restos se enfriaban en la mesa. Esparcí por toda la mesa el alcohol, distribuí buenas cantidades de él por el suelo, las cortinas, todo. Cogí el mechero zippo del cajón del doctor y entonces lo escuché, estando de espaldas a la puerta. Primero el murmurar de los enfermos, dando pequeños gritos de terror ahogados entre las sábanas ocultando su prisión personal. Después escuche los ruidos de ocho patas golpeando el suelo, deslizándose sobre la puerta chirriando, seguido las pisadas en la alfombra, con su sonido sordo, por último silencio. No me atrevía a girarme. Cerré los ojos mientras las lágrimas se escapaban de mis ojos, mi cuerpo entero temblaba. Escuchaba su respiración detrás de mí, sentía su ansia:

       -  Señorita Starlee. ¿Qué hace despierta a estas horas? - dijo la voz áspera y amenazante, seria a la vez que curiosa.
        -  Yo... Nada... - musité sin salida - .
        - Entonces quizás le gustaría explicarme por qué está todo esparcido por el suelo. ¿Por qué pretendía quemar mi despacho? ¿Le ocurre algo? - Dejó un momento de silencio para que sus palabras se asentaran mientras su cerebro trabajaba en la conclusión que ya tenía en mente - Como dije, a cualquiera le puede pasar. Se ha convertido en el paciente de la 711.

Temblando de terror observé cómo la espalda del doctor cruzaba la habitación y se colocaba frente a la ventana. Su expresión miraba con malevolencia el cielo nocturno nublado por el que se desplazaba una luna extremadamente llena. Me miró directamente a los ojos. “No queme el despacho y vuelva a su habitación. No le diré nada a nadie y mañana quedaremos para almorzar, no lo olvidará”.
El asco invadió mi interior, la bilis goteó por mi garganta y caí de rodillas al suelo. Con la botella de whisky todavía en la mano, rodeada de litros del licor, miré el culo de la botella. Mientras el doctor observaba por la ventana en silencio, esperando que me fuese, abrí la botella. La única solución es la muerte. Le puede pasar a cualquiera. Vertí sobre mí el líquido, estrellando la botella sobre el suelo y encendiendo con premura el mechero. La bola de fuego resultante me engulló, convirtiendo mi piel en pasto de llamas, en una fuente de dolor, en el alimento de miles de patas de cuchilla trepando por mis brazos, mi pecho, mi cara, mi pelo. Un grito surgió desde mis adentros, lanzandose con culpabilidad a través de las ventanas del despacho y hacia los cielos. No pude salvar a los presos de su destino horrible, pero sí pude convertirme en mitad de la noche en un alma libre y abandonar a aquél monstruo en su campo de pesadilla de una vez por todas, liberándome de las cadenas que yo misma había tejido... como hiciera otrora el paciente de la habitación 711.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Ozymandias

Ozymandias - Percy Shelley (haced click en el link para escuchar el poema recitado)

I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert... Near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,


And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yer survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them, and the heart thad fed:
 

And on the pedestal these words appear:
'My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye Mighty, and despair!'


Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away.


Conocí a un viajero de un antiguo país
que dijo: «dos enormes piernas de piedra
se yerguen sin su tronco en el desierto... junto a ellas, en la arena, semihundido

descansa un rostro hecho pedazos, cuyo ceño fruncido
 

y mueca en la boca, y desdén de frío dominio,
cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones
que todavía sobreviven, grabadas en la piedra inerte,

 a la mano que se mofó de ellas y al corazón que las alimentó.
 

Y en el pedestal se leen estas palabras:
"Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, oh poderosos, y desesperad!"
 

No queda nada a su lado. Alrededor de las ruinas
de ese colosal naufragio, infinitas y desnudas
se extienden las solitarias y llanas arenas

viernes, 10 de octubre de 2014

Let them talk.

El sonido estirado se acopla a su límite,
imbuyendo de tranquilidad la umbría
y delicada calma de la noche descalzada.

El olor del jazmín mezclado con vapores,
discerniendo en neblinas la ausente
y potencial dirección del rocío vácuo.

Otras veces el sonido se encoge y arrastra,
iluminando con su sinceridad la corriente
y extrema suciedad del día  acostado.

Algunos días los humos de licores,
mezclando debajo de las farolas los pasos
y llantos de los caminantes cotidianos.

Y todos los días me acaricia el blues.

lunes, 22 de septiembre de 2014

El demonio.

Sans cesse à mes côtés s'agite le Démon;
II nage autour de moi comme un air impalpable;
Je l'avale et le sens qui brûle mon poumon 
Et l'emplit d'un désir éternel et coupable.
Baudelaire.


En el balcón mirando las estrellas yo y el demonio,
a mi alrededor se revuelve entrando en mi cabeza,
penetra en mi estómago y descansa sobre mis hombros.
Baila encima mía, como un instante más nítido.

En la oscuridad del silencio pasea sus pies de humo,
descalza sus uñas y arañan mis hombros, desenfocando
un prisma sobre las estructuras de mi pensamiento,
arando después las tierras baldías de mi garganta.

Sonríe difusamente cruzando los brazos corruptos,
me dibuja anillos siniestros de fuego en la sien.
Contiene mi aliento esperando que me hunda el pecho,
 retiene el humo en mi cabeza, esperando que lo suelte.

Horada mi voz con escenificada presencia,
cubre mis silencios con su humo sulfúrico,
vierte veneno oscuro de bosque en mis oídos,
y pronuncia veladas tentaciones y amenazas.

Arrugando la voz clava agujas en mi nariz
y le brillan los ojos cuando mi sangre es polvo.
Cuenta uno a uno los astros que tiritan en el cielo,
en el balcón mirando las estrellas yo y el demonio.
     

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Septiembre.

El sol de verano se apaga cada vez más en las farolas de las calles. Andando las recorro bajo los últimos acordes de un atardecer moribundo. Se acaba el verano y ya no es relativo a la niñez sino al abandono que deja en mí este hastío de altas temperaturas. Este falso séptimo mes me abandona con nueve recuerdos por siempre grabados en la memoria. 
A mi vuelta todo habrá cambiado, ya no estarán los gatos cerca de su casa jugando en los tintineos del atardecer derretido. Ya no escucharé amanecer desde la mía a oscuras tras las negras cortinas del sueño. A mi vuelta no sabrán igual tus besos ni me acompañarán los acordes de mi música camino de mi hogar cubierto en la tranquilidad de mi propia libertad. No encenderé la chispa en tu mirada, ni me recorrerá el bálsamo de tu risa, sanando mi mente, cuando te metes en el agua. No habrá más bailes en el infierno, no habrá más formas de mostrar sinceros nuestros cuerpos, envueltos en gruesas capas; ni encuentros fortuitos, soñados en los ojos de las bestias que refrescan la noche.
Y, sin embargo, a mi vuelta, seguirán igual de vivos tus ojos, serán dos gemas engarzadas en el frío del invierno, y podré refugiarme en ellos. Y contarte desde ahí mil millones de historias que nos lleven a un silencio nocturno. Podremos escuchar mil millones de melodías nuevas, darnos, de nuevo, mil millones de besos.
Y sobre todo podremos contarnos, cómo se puede sobrevivir todo este tiempo sin vernos.

martes, 9 de septiembre de 2014

Fuera.

Al agrietarse los muros de la torre de marfil,
las esferas de cristal resquebrajan su diámetro,
recorriéndolas un escalofrío de color de trueno,
conteniéndo la respiración quebrando el pecho.

Al desaparecer las llamaradas que te dan calor
en estructuras de plata como un esqueleto
te cubren finas capas de hielo envueltas en seda
y del payaso que asoma su resorte eres la presa.

De repente, atruenan los fragmentos resquebrajados.

Pétalos de distancia cubiertos por un fragmento helado,
soledad en cubitos, para bebésela de un trago bajo el frío,
cuentas de ábacos difusos atraídos por la caída de un imperio.

Silencios mareados, cubiertos de nieve repleta de sangre,
chocolate disperso sobre la materiadel conocimiento.
Las aguas del río complementan los cauces de la  materia.

La creación de tu propio destino viene dada por el silencio,
continuando la invasión de la imagen del espacio-tiempo,
dando a entender que se acaba este estadio cada vez más muerto.

Una llamarada, una luz cubierta en niebla muestra
un espacio de novedad y experiencias azules,
las cuentas, no importan, solamente se ve
la vivencia fuera de la torre de marfil,
fuera de la ciudad, de la cuna donde crecí.
Fuera de la poesía que normalmente germina en mí. 

martes, 5 de agosto de 2014

Cáliz

Oculto detrás de un pliegue entre sus dos ojos
en un rincón de la galaxia de su mirar,
huyendo de todas las palabras del mundo
hay un beso encerrado en la torre del deseo.

Y bebo así de ella, entrando su corazón en mí,
y bebe así de mí, entrando mi corazón en ella.

Caminando sobre su pecho hacia adentro
paso tras paso descalzo recorro su piel,
buscando las balas en donde guarda mi amor
aspirando en bocanadas su olor dulce.

Y bebo así de ella, entrando su corazón en mí,
y bebe así de mí, entrando mi corazón en ella.

Descendiendo por su cuello lleno de vida,
abierto a las inclemencias de la tormenta,
desnudo a los humos y columnas de la noche,
me llama con todas las lágrimas del alba.

Y bebo así de ella, entrando su corazón en mí,
y bebe así de mí, entrando mi corazón en ella.

domingo, 20 de julio de 2014

Gólgota.

Me costó escalar el Gólgota de sus ojos, sangré como un dios. Y mereció la pena. Al llegar a la cima pude percibir todo con lo sentidos agudizados, el abismo, el vértigo. El vórtice del universo que se ampliaba en los bordes del precipicio. La tormenta que criaba sus feroces latigazos de luz, amenazando con golpear el pequeño retazo de piedra en el que me hallaba y al que había llevado mi cruz. Me asustó la orquestación oscura de instrumentos que insistían en atormentar el paisaje al que había escalado. 
No se puede saltar con una cruz al abismo, no se puede llevar una cadena colgando del cuello durante toda la vida. El vuelo no parecía una buena idea. En esto pensaba cuando empecé a cavar el agujero en el suelo, más hondo cada vez. Más adentro de mis recuerdos y mi memoria. Hasta que escuché mi nombre. Comenzó como un pequeño murmullo, un susurro tal vez, progresivamente se iba musitando más fuerte, como si los picos de la comisura de los labios dejasen que se escapase el sonido cada vez más, como una cara que se rompe en una sonrisa y permite a las vibraciones salir más fuerte. Salí de mi agujero. 
El abismo seguía allí, más amenazador y atractivo que antes.
El salto fue de fe. Sin carrerilla ni impulso. Un lanzamiento de cuerpo hacia el vacío y la negrura, abandonar el monte lleno de sangre en sus entrañas, un drama y un montículo de desesperación. Conforme caía sentía cómo olvidaba la cruz y el Gólgota, las lágrimas en Getsemaní, la oscura orquestación, los rayos y los truenos pasaban a ser lanzas en mi pecho, descargas discretas en la penumbra y la caída.
Al caer cerraba los ojos por la velocidad, me transformaba en agua y velocidad. La calma llegó de forma súbita al perderse la adrenalina y la aceleración. Abrí mis nuevos ojos, saboreé con mi nueva lengua, toqué con mis nuevos dedos y respiré con mis nuevos pulmones el aire suave y cálido que venía desde todos lados, con olor a mar.
Ante mí se expandía un espectáculo sobrecogedor, sus ojos ya no eran más un Gólgota sino una pista de atardecer nebuloso, un sol invisible y anaranjado que abandonaba la esfera, superpuesto a un millón de puntos que enviaban agujas de luz hacia el infinito a través de mil formas inconexas. Un prisma de luz, una telaraña plateada sobre la visión de un caleidoscopio. Una imagen acelerada que desviaba sus rayos hacia el infinito.
Tumbado sobre la nada me iba quedando dormido, observando todo el espectáculo, respirando, tocando, mirando, saboreando. Girando sobre el nuevo borde que ante mis pies se extendía, viendo cómo la luz lo invadía todo, iluminando el exterior y mi interior, transmitiéndome su calor y su energía y jamás volví a sentirme solo entre los millones de puntos que venían de mi lado, de más allá y de los recónditos pliegues del mundo infinito.

martes, 27 de mayo de 2014

Átomos pectorales.

Entre dos átomos habita el vacío en mi pecho
desde que lloras problemas y se dilata el abismo.
Desde que tengo una bailarina entre mis brazos
el marfil me parece vácuo de mortandad y belleza.
No se puede expresar todo en sucias palabras curvadas
desde que tu pecho contiene un pañuelo rojo de seda.
Si te apoyas en una manzana de la que ansío beber
y te deshojas en mil pétalos de azahares complejos...
Si te giran en la negrura los anillos de planeta
y brillan en la complejidad de tu existencia...
Si entre raíces se oculta tu cadera redondeada
y en el pozo escondes derrotas ajadas...
Déjame beber, déjame ser sol, déjame encontrar.
Tu cuello de glaciar no distingue de derroteros,
acostumbrado a los guijarros que tus pies pisan,
dime si en tus ojos de barranco hay peligro de caída,
cuéntame cuántas veces te has despeñado dentro de ti.
Tu vientre de río se llena de niños bañándose al sol,
y sigue su curso hacia el mar lejano y ardiendo,
enséñame si recuerdas cómo se bailaba en círculos,
si puedo sacarte de tu abismo al fin.

jueves, 22 de mayo de 2014

Carretera

Se arremolina la carretera delante, como una niebla pesada y espesa. Como si cayesen desde los infiernos los carámbanos de una nieve áspera y naranja. Se arremolina cada matojo verde como si de una pequeña selva árida se tratase. Huele a chirrido de insecto, a óxido de guitarra acústica, al metal de una cuerda cayendo desde su alma hasta las clavijas. Huele al aceite que trae el aire acompañado de un silencio nocturno. Huele a cada uno de tus besos mojados en el ámbar de la noche.
A través de aquí puedo escuchar el silencio, puedo escucharlo todo, puedo oírte susurrar y a los coches crujiendo, enviando ondas en todas direcciones, como grandes emisoras de radio y disturbio, almas enviadas a los infiernos a recorrer eternamente los caminos sin tener ningún destino fijo. Puedo oírlo todo, puedo oirte a ti, oir tus labios abrirse como una flor mojada sobre los míos, refrescando al viajero cansado. Puedo oir el pestañeo de los gatos y creo oír tu corazón latiendo.
Puedo asomarme al abismo de tus ojos, contemplar cómo crece el borde cada vez más hacia mí, ver cómo la distancia se hace cada vez más pequeña y amenaza con tragarme. Cómo camino haciendo equilibrimos con el borde, y se va la carretera, se va la nada y se va todo. Puedo guardar este momento en la memoria, en los carteles llenos de óxido que serán nuestros testigos, en los cristales en las vallas, en las rejas que nos rodean. Puedo guardarlo todo, cómo siento la carretera a través de mí, el vértigo que me da mirar a los ojos al precipicio.
Puedo guardar este instante, cómo desapareceré al acariciar a la carretera, cómo me iré lejos de aquí, extrapolado a las estrellas, lejos del infierno de los carámbanos de nieve áspera, de los chirridos de insecto, de las guitarras y las botellas, los gatos, los coches y la arena.
Y me iré, y en la carretera sólo quedará este instante superpuesto sobre otras ruedas de coches. Y tus ojos de abismo seguirán ahí, y tus besos, pero yo, yo ya me habré ido lejos.

viernes, 16 de mayo de 2014

Ascensión.

Floto. Parece que volase. Me observo a mí mismo desde lejos, parece que soñase. Veo mi cuerpo tumbado en el suelo y ya no tengo ningún sabor en la boca. Tampoco encuentro la facilidad que tenía antes para respirar, no me hace falta. Tampoco me pican los ojos por no pestañear, el tiempo es un continuo sin ninguna interrupción milimétrica.
Me voy alejando de mí mismo, floto más lejos, cada vez más alto. salgo a través de la ventana y me deslizo entre los edificios, no hay gravedad. No tengo conciencia de ser yo, no puedo verme, es como si fuese una esfera de visión. ¿Cuándo desaparecí? apenas me di cuenta del cambio. Creo que fue doloroso, pero ya no guardo recuerdos de nada. Algo, como una especie de niebla se arremolina alrededor mía, de mi yo pasado. Ya no está. Ya no existe el yo.
Avanzo, ya solo hay verde, vida, árboles, azul, agua, blanco, cielo. Puedo contemplarlo todo en mí mismo y poco a poco voy desapareciendo hasta ver cómo yo soy lo que voy viendo y dejo de ser yo. La velocidad aumenta, vuelo como si fuese una gaviota, sobre las aguas. Yo soy las aguas, yo soy las gaviotas y el viento, yo soy los peces abajo. Yo soy las montañas sobre las que me alzo.
Cada vez más arriba, también soy la tierra y la luna, cuando alcanzo los bordes del planeta hay un salto infinito. Tomo conciencia de ser mucho más grande, de ser vacío, de no ser. También soy ardiente, un sol que genera energía y radiación a miles de kilómetros. Voy siéndolo todo, voy llenando el espacio poco a poco, saliendo del sistema solar, aunque ya lo llene todo.
También me convierto en destrucción, me absorvo a mí mismo en la vorágine de el giro y la velocidad, me aconglomero para crear formas verdes y azules en el infinito. Brillo tanto que tengo que girar, me quema la energía, tantísima y tan concentrada que se escapa en bucles donde el tiempo y el espacio se curvan y dejo de ser.
Cuando empieza a ser la distancia abismal comienzo a tomar consciencia del tiempo. Cómo deja de pasar grano a grano el reloj de arena para ser una corriente líquida, vertiginosa. Pasa todo, todo se repite, como un pequeño ingenio mecánico lleno de componentes independientes.
La distancia se hace tan abismal que todo va diluyéndose, como una gota de tinta que cae sobre un papel y va extendiendo sus ramas de sangre a través de las venas de la celulosa, como una gota de agua en un río. Lo único que queda es el tiempo. El tiempo se repite, como un martilleo flotante sobre ningún yunque, como un ritmo interminable, como el crujir de un metrónomo mudo e inmóvil. Todo se difunde sobre el tiempo, todo desaparece. Llega un momento en que el tiempo mismo se hace desaparecer a sí mismo. Como si el martilleo se fuese revolucionando cada vez más, emitiendo una quietud más aguda a cada vuelta, creando una suerte de efecto óptico... el metrónomo aumenta sus pulsaciones  hasta quedarse quieto, diluyéndose todo en una pasta circular que lo invade todo.
En un círculo de radio infinito cualquier punto es su centro.
Y entonces la nada.
Para siempre.
Para nunca.

lunes, 5 de mayo de 2014

Southern Gothic.

     El humo se arremolina a mi alrededor como un demonio. El sol se cuela como un arañazo por las diferentes pestañas de una persiana moribunda. Un perfume de mujer se mezcla con el humo. El hielo se derrite como la vida de un pez en el vaso redondo y sin adornos que alberga el amargor quemado de un bourbon cuya marca no recuerdo. La botella recorta su silueta en la penumbra, demasiado lejos como para rellenar.
      Frío y amargo a través de la garganta, parte del humo se viene conmigo en una anábasis deliciosa. Seco. Como un desierto de oscuridad. Esperaba a Lázaro. No aparecía, todavía. Mientras aguardaba, mi mente divagaba lejos de aquella habitación llena de oscuridad, ropas con carmín, bourbon y humo. Como un demonio. Sol hiriente. Mi imaginación revoloteaba sobre los perdidos mares en que me había criado durante la infancia, sobre la pequeña isla rodeada de palmeras en que la vida era verde terrosa, con el chirrido de las cigarras y los cantos de los negros como única música. Retazos en mi mente de un pasado no muy reciente, cadenas como único elemento determinante del ritmo, ligamentos hacia una casa, un hogar que no parecía ser lo que su propio nombre indicaba.
      De vuelta en la habitación escucho un ruido de pasos por el pasillo y la luz entra por la puerta como un flash momentáneo, violento e interruptor del equilibrio al que había llegado. Una bofetada que me hace regresar al mundo del demonio del humo el bourbon y el carmín. Una chica rubia, cuya jaula pectoral parece querer salirse de su escote en agudos barrotes, penetra en la oscuridad. Le sigue una figura oscura, portando un sombrero y traje oscuro, corbata a medio desanudar, un hombre que parece rellenar demasiado poco un atuendo que le queda reducido. Lázaro.
         Al rehacerse la caverna del dragón y caer la oscuridad de nuevo me levanto. El dragón que va a escupir fuego sobre Lázaro sale de mi bolsillo y ocurre todo rápido:
         -No es nada personal.
       Un fogonazo, un vómito de fuego se esparce por la habitación, la chica chilla con lo que sus escasos pulmones le dejan, manchándose su largo pelo liso con la sangre de Lázaro. Corre despavorida de la habitación. Me termino el Bourbon de un trago. Lázaro, qué mal te veo. Tirado en el suelo con la sangre salpicada en el rostro, como si te hubiesen salido lunares en la piel. Tu cara se llena con las estrellas que has perdido en el camino, aquellas que han caído desde el cielo para llegar a tu rostro, apolíneo casi en el rigor de la muerte, demacrado, estertórico. Un leve temblor en la mandíbula. Una mirada de miedo en los ojos, aprisionada por el cuerpo que se va apagando poco a poco.
          Lázaro, ¿qué has hecho para caer así? Deslizo mis dedos enguantados por su rostro, con fuerza lo agarro y giro su cabeza hasta que escucho un crujido. No hay que dejar que Lázaro se levante y ande. Tranquilo me incorporo y acompaño mis últimos pasos en la habitación deslizando los últimos acordes de la botella por mi garganta, un fuego que cae hasta mi estómago. Abandono la habitación, la luz del sol me recubre, pero el demonio del humo sigue ahí, tengo los bolsillos manchados de pólvora, el carmín sigue sobre la cama, Lázaro yace muerto en el suelo y el bourbon en mi interior. La oscuridad sigue debajo de mi ropa.
            Tengo una mancha de alcohol en la ropa. Tengo sangre en mi nombre.

Blood on my name. The Wright Brothers

sábado, 19 de abril de 2014

Macondo.

El día en que murió Gabriel García Marquez millones de luces se apagaron a la vez en el globo, Macondo se ahogaba en cien años de soledad. El coronel Aureliano Buendía sucumbia mientras el circo pasaba a su alrededor. El silencio y la conmoción se hicieron uno. Gabo nos había dejado. Envuelto en su traje de páginas, de rezos y belleza. La noche en que nos abandonó Don Gabriel el whisky y la cerveza sabían mejor, todo era mejor.
Al día siguiente los medios recordaron que era comunista y ya nada sabía bien. Al día siguiente se vilipendió el nombre del escritor por sus creencias políticas. Al día siguiente llegaron los 400 muertos a Macondo, pasaron los viejos tiempos en que el no moría nunca el coronel Aureliano Buendía. Al día siguiente todo se había encendido otra vez, ni un minuto de silencio se guardó por el intérprete del mundo. 
Ni un solo segundo de silencio ha hecho que esto sea un tanto diferente al asco y la inmundicia que lo cubre siempre todo. Sólo quedará el recuerdo de haber visto algún día el hielo.

sábado, 12 de abril de 2014

El fantasma.

 - Tienes esa mirada.
   -¿Qué mirada?
   - La de haber sido herido por las mujeres, chico.
    Pensativo contemplé a la chica que se sentaba a mi lado en la barra del bar, vestida de colores oscuros, pelo largo y piel pálida. Sujetaba en la mano algo que parecía ser un vodka con fanta de naranja, como solían beber las chicas jóvenes que buscaban una borrachera rápida.
    - ¿Y qué sabrás tú de las heridas de las mujeres?
   - Dejan un sangrado especial en los ojos, tú lo tienes. Lo viertes en la barra de este bar.
Guardé silencio durante un par de minutos. No era cierto del todo.
    - Crees saber mucho, ¿no? ¿Y si mis heridas son por cualquier otra cosa? Me duele muchísimo que esta cerveza esté por la mitad -respondí con una sonrisa-.
    - Eres un tipo simpático. - dijo tocándose el pelo- Lo de la cerveza siempre se puede arreglar.
    La sonrisa que estalló en su mirada dio pie a una noche entera de baile en palabras, cuando salimos a la calle también bailaba mientras caminabamos, toda ella era baile, era una pluma.
     Cuando la dejé en su puerta, la besé en la mejilla y volvió a sonreir. "No quiero que te vayas así de triste", dijo, y la besé en los labios con frugacidad, ocultos por el paraguas de los edificios y las farolas como únicas testigos.
* * * * *
    A la mañana siguiente no había nada más que un muro de silencio. La pluma había desaparecido, la luz del sol revelaba los detalles que no había sido capaz de ver por la noche: su casa, al pasar por allí, resultó ser un conjunto de cochambre, nadie recordaba haberme visto con ella la noche anterior.
   Despertaba en mitad de las noches mirándola bailar, en cualquier lado, en las luces, en los fósforos, en las candela del hogar, en los líquidos alcóholicos, en la inmobilidad de las fotos.
     Un día la vi bailando con otro hombre, él iba andando y ella dando pequeñas zancadas delante suya. La vi transparente, vestida con las ropas que le agradarían al otro hombre, ya no era la misma. Era un fantasma. Me levantaba lleno de ira, pensando en ella bailando, viéndola desaparecer un día y aparecer en otro sitio, viéndola allá donde iba. No quería verla más.
    En mitad de la noche, perseguido por los espíritus del insomnio decidí levantarme, avancé despacio, tanteando los pasillos, las paredes, los muebles, la pata de una silla con la que me di un golpe en el dedo meñique del pie. Fui a la cocina a servirme una taza de alguna infusión, para que el líquido caliente se deslizase por mi esófago y me tranquilizase. Antes decidí parar en el cuarto de baño.
    Abrí la puerta y encendí la luz, como si no estuviese allí entré con el sonido líquido que da el pie descalzo sobre las losas de marmol, sin sentir apenas el contacto con la frialdad del suelo. De golpe, tomé consciencia de la gelidez de las baldosas, del frío que hacía fuera de la cama, que el fantasma ya no estaba allí. Empecé a celebrarlo y fui dando tumbos hacia la cama donde me quedé mirando el techo hasta que amaneció. Me levanté para comenzar un nuevo día, pero me sentía raro. No podía ser verdad, antes de desaparecer me había dado una última puñalada, ya no estaba más allí, en mi vida, pero, cuando me miré en el espejo, lo vi, lo sentí. En mis ojos:
     El sangrado especial de la herida que deja una mujer.

jueves, 10 de abril de 2014

Libros.

Hay ciertas sensaciones que se producen al abrir un libro nuevo. O viejo. No viejo por releerlo, sino al ver por primera vez sus páginas y sobre todo, sus palabras con consciencia de haberlo hecho antes pero sin ser capaz de recordarlo.
Hay libros insulsos cuyos párrafos se deslizan a gran velocidad sobre los ojos, se cuelan los vocablos uno detrás de otro en un ritmo sin sentido en el que solamente hay una historia, quizás apasionante, quizás entretenida, pero ese no es el libro que buscas. Hay libros cuyos párrafos van lentísimos, con una historia cargada, unos planteamientos brillantes y un contenido denso que se transmiten a la médula directamente, de los que puedes aprender demasiado.
Los primeros se leen solos. Cuando te quieres dar cuenta han pasado doscientas páginas y estás ya inmerso en ellos: tal y como vienen se van. Los segundos necesitan valor para ser leídos. Tiempo y ganas para que se descarguen sobre tu memoria y tu raciocinio. Vienen y se quedan durante mucho tiempo, marcan, pero tampoco son el libro que quieres.
El libro que quieres da un primer escalofrío al abrir las páginas, ya has oído hablar de él casi seguro, o lo has visto y te ha llamado, aparcado en la librería, la biblioteca o cualquier otro sitio, incluso un banco, un bar o un cine. El libro que quieres se vive de forma diferente, es como si tu cuerpo y tu mente se aunaran en el ritual de conocerlo y acercarte a él. Raspas su lomo con tus dedos y notas cómo se sienten tus yemas con el tacto de aquello que deseas, acercas el olfato al interior de sus páginas y disfrutas ante la inmensidad de saber que estás buscando eso.
Cada palabra que viaja de la página a tus ojos en fotones, presa de un código íntimo que solo tú y el libro comprendéis, aporta un nuevo escalofrío, una nueva sensación y, con avidez, lees. Lees con avidez y te frenas para que nunca acabe, aunque sepas que tarde o temprano lo hará, ningún libro es la historia interminable excepto uno.
Las líneas circulan de corrido, intentas frenar la velocidad, a veces olvidas el libro, a veces lo recuerdas y vuelves arrepentido a él. El libro se convierte en un todo y te llena y te descubre un abanico diferente en la vida, todo gira en torno a él, y todo se vuelve de otros colores más vivos, o más fríos, pero se vuelve de otra forma. El mundo pasa a través de él y ti para dar a conocer un olor más dulce, un sabor más intenso, una vida más placentera, hiriente. Convierte a la muerte en un parón oscuro que no se quiere ni mirar, hace olvidar las penas y las convierte en penas nuevas. Leer es amar.
Aquellos que amamos conjuntamente a la literatura y entre nosotros no debemos de separarnos nunca, tenemos que permanecer siempre unidos en el albor de los nuevos tiempos, en la caída de los imperios y en cada grano de arena que rodee nuestra danza, debemos leernos unos a otros.
Así, cada uno de nosotros tiene grabado a fuego las frases que dan comienzo a un millón de libros, como un primer beso, como un primer amor, heridas que lanzarse a uno mismo mientras se queda dormido, recordando haber amado la historia de otro, la vida de otro... “Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía había de recordar el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo”
Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar, en el primero, para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.”
Eran cientos. Cientos de estrellas. Cada una recorría luminosa una órbita diferente alrededor del mismo punto en el espacio. Un único punto. El centro de todo el movimiento del universo y él estaba sentado allí, en su hamaca, fumando un cigarrillo extra light.”
K permaneció largo tiempo en el puente de madera que conducía desde la carretera principal al pueblo elevando su mirada hacia un vacío aparente.”
¿Quieres dejarme ya? Aún dista el amanecer: fue la voz del ruiseñor y no la de la alondra la que penetró en tu alarmado oído. Todas las noches canta sobre aquel granado. Créeme, amor mio, fue el ruiseñor.”

martes, 8 de abril de 2014

Dolores.

Camino sobre los fuegos de la caja
cuando descubro las rejas oxidadas
de sentir en silencio.

Me duele la ausencia de tu cuerpo en cristal,
recubriendo la tardanza de mis pasos,
y cada paso baila.

Tu mirar atento en miles de adoquines,
me duele esta lluvia que tu canción canta,
disuelta en rayos de sol.

Me duele el aire que te falta y rompe,
y me duele que en distancia no seas dueña
de las blancas alondras.

Me duelen las manos posándose breves,
un paréntesis sobre las piernas tuyas,
un cruce de caminos.

Me duele haber vendido el alma en el
canto de la moneda de nuestros labios,
separando ambas caras.

Me duele el tiempo que te falta en el suelo,
sin crónica de una mirada ni caída
a una fosa de olvido.

Me duelen, me duelen... los nombres.

miércoles, 2 de abril de 2014

Gilipollas.

Un gilipollas. Sí, eso era, un gilipollas, eso es lo que necesitaba, un gilipollas de esos que se autonombraban a sí mismo con “j” en el adjetivo, de los que se aferraban a una idea como el que se aferraba a un clavo ardiendo sin ver cómo se le queman los dedos. Un puto gilipollas. Eso es lo que necesitaba. Eso es a lo que había llegado esa mañana a pensar. Un gilipollas.
El dolor de cabeza había empezado a remitir al abandonar la oscuridad y acercarse a la ventana, sentándose en la silla y dejando que el humo de su cigarrillo saliese tranquilamente por el hueco tras el que se colaba el rayo de luz solar. Se había quedado embobado mirando por allí, viendo el humo salir y la luz entrar, tarareando aquella vieja canción. “You're my sunshine”... Bobadas. La respuesta había llegado clara, prístina, como una aparición celestial, necesitaba un gilipollas. Alguien que se empeñase en llevarle la contraria pese a todo, un obstáculo salvable en el camino, una piedra a la que patear con gusto, una lata que llevar consigo, golpeándola. Eso era, un gilipollas. Alguien a quien insultar, a quien darle la categoría de igual intelectualmente para poder demostrarle lo equivocado que estaba. Alguien cuyos planteamientos rayasen en lo obsceno, que lo denigrasen a sí mismo y que expresasen alguna especie de clave simplista mental que explicase la correlación de ideas que le obligaban a, con miedo espantoso al conocimiento, darle vueltas al tema sin profundizar en él.
Tenía que tratarlo como un igual, darle la razón, considerar educadamente sus planteamientos para destrozarlos uno a uno, torturando su mente maltrecha. Era la paliza del intelectual, una forma de destrozo racional, una autodestrucción que le hacía garante de su persona, le enseñaba sus límites y le descubría cuan grande era. Lo mejor de todo muchas veces era que en realidad no se habían dado cuenta de cómo habían sido vilipendiados y, resaltándose a sí mismos en sus creencias, se daban por contentados al verse levantados hasta una altura, conscientes de haber sido partícipes de la maravilla de la interacción humana, sin saber que solamente tratan de acallar las ganas de partirse la boca de un macarra intelectual.
¡Qué maravillosos los gilipollas! El mundo lleno de ellos y en esa mañana de luz, nubes y humos parecía no aparecer ninguno de ellos. Cómo deseaba que el mundo se dejase arder solamente por ver uno de esos gilipollas, un cantero de las palabras que le arrojase como cantos rodados una idea, para devolverla hecha arte y así poder contemplar mejor la vida, la muerte, el horror, la música...
Convertir con filigranas las palabras en bellas palomas, no quería un gilipollas por la destrucción de éste mismo, sino solamente por el placer de crear esa belleza a su alrededor, desde la torre de marfil, a fin de cuentas, la caída de éste es un daño colateral.
Lo malo de los eufemismos son las palabras que ocultan debajo, daño colateral es un asesinato que no se quiere realizar directamente. De todas formas las ideas de un gilipollas no valen para tanto, dejarlo caer por ver la caída, a fin de cuentas, no era un drama tan grande. 
El día se había vuelto de pronto más apetecible, seguro que después vendría un gilipollas y lo fastidia.

jueves, 20 de marzo de 2014

El Blues.

Para Emilio, del que aprendí qué es el blues.

Cuando los ojos se te llenan de luces irreales y de letras espúreas parece que no se encuentra la solución a nada en esta vida. Cuando parece que el camino está lleno de polvo empedrado y gris, y sientes que no hay más meta que la desaparición, es entonces cuando necesitas el blues.
Con todos los problemas que te pueden aparecer en el camino, la angustia vital, la muerte de los dioses, el fin de los caminos infinitos... con todo eso, hay que escuchar más blues. 
El blues es capaz de volver los problemas grandes en pequeños, los grita con una sinceridad que ralla en la herida. El blues vuelve tu problema real. Al blues le duele en la guitarra el cuerpo de una mujer y la falta de dinero.
Un blues son dieciocho versos, la mayoría repetidos, son simples. Un blues sirve para poder decir con toda la fuerza del corazón qué es lo que verdaderamente te atormenta, dónde está el problema, y, una vez localizado compartirlo, cantarlo, descubrir que no es solamente tuyo y, al menos, eliminar la soledad. Cuando se es capaz de reconocer que lo único que necesitabas era gritar "oh, dios mío, te has ido y no soy capaz de soportar el echarte de menos", o un "el cielo llora, mira las lágrimas corriendo por mi cara, estaba buscando a mi chica y no sé dónde narices está", de forma sincera, sin ninguna floritura, se consigue llegar a un punto en que la pena ya no es tanta y el blues, por sí mismo, desaparece en una algarabía instrumental. 

Y si no, siempre quedará el bourbon.

sábado, 15 de marzo de 2014

La sequía.

Enclaustrados en mi cuarto: yo y versos nonatos.
No es que cada letra se me clave en las entrañas,
ni que las palabras me sepan a hierro y a sangre.

No es que todo me traiga de un tiempo a esta parte
la brisa descolocada de tus palabras y
tu cuerpo distante y ardiente en la medianoche.

No es que no me atreva a hablar de mis púas y pecados,
ni que traiga a mis palabras la simiente de un
secreto velado y oscuro encarnado en tu ausencia.

No es que en la búsqueda del fruto del bien y del mal
se murió la ciencia en contar todas las estrellas
y no sepa cuando empieza y acaba un verso o poema.

No son las almas perdidas en esta tormenta,
ni la cuenta atrás en esta neolengua secreta,
no es la tenencia de un mensaje en una botella.

Es no querer explotar el mutismo y la rabia
por miedo a que salga el negro veneno salado
y rompa en mil trozos este tiempo de angustia.

Enclaustrados tú, yo y los versos que no nacieron,
estando ocultos en este lejano momento,
esperando que se acabe esta falta de tiempo.

domingo, 9 de marzo de 2014

Epsilon.

Tengo en el pecho marcada
la flor de tu ausencia
me visto con los ropajes oscuros
de no saber encontrarte entre estrellas.

Encuentro insulsa la comida
y el vino me sabe a fuego.
Hay en los ojos de otras mujeres
la llamada al pecado de un muerto.

Entiendo el ciclo del cielo brillante
en las paradas de un desierto sereno.
Me caigo de mi silla de tres patas.
Y el mundo me parece más feo.

Siento rigor corriendo en mis brazos
y la tirantez en los puntos del pecho,
se me ha secado el pozo bien dentro,
se me ha secado la muerte de tus ojos.

La nariz pronto se me habrá helado,
las cuencas dirigen su mirada adentro,
no quiero dejarme caer por la línea
y darme cuenta de que ante mí se abre el silencio.

miércoles, 5 de marzo de 2014

El que anduvo en la mar.

Estos días azules y este sol de la infancia

te trajeron un limonero y un patio de Sevilla
hasta los campos ideales de la Soria hueca,
la cara y la cruz de tu oriunda tierra,
la estrellada noche en que la mitad 
de tu corazón se convirtió en susurro.

Tu caballito de juguete, tu amor de mozo
y todas las cosas que no supiste si eran sueño.
Hombre de letra y sombrero, muerto de frontera.
El dilema del ser en tu raída chaqueta
y el frío que te cala tras los pasos del camino
corriendo hacia abajo en la espalda.
Soledad de guerra, muerto de frontera,
nudo de ribera en tu memoria de las dos Españas.

Tu voz me llega con el corazón en la garganta,
¡Te mataron a Federico en Granada!
y a la parca te encaminaste, ingrávido y sutil.
Distante del frío y la guerra, muerto de frontera.

Caminante no hay camino,
se hace camino al andar.

martes, 4 de marzo de 2014

Ruta 66

Ante mí se abría interminable cada palmo incesante de carretera. Una brisa suave se deslizaba a través de mis cabellos conforme iba avanzando subido en mi viejo coche deportivo. Arreciaba el polvo y descontrolaba todo alrededor mía.

Caution: objects in the mirror may be closer than they seem to.

La indicación en el espejo retrovisor aclamaba a la precaución, pero la velocidad alcanzaba tal temperatura de vértigo que el sabor del peligro se me escapaba de golpe por las venas. Las nubes tomaban formas inconexas en el cielo y el brillo de algún ente astral se deslizaba a través de ellas como si de un fantasmagórico foco se tratase. Sin embargo, era clara, clarísima. Permitía ver el camino y, ante la amplitud de miras, ver que no hay una conexión entre viaje y destino, siendo tal la evidencia que el corazón se deshace por sí mismo.
La música salía del radiocasette, saltando a la carretera en corcheas suicidas, en síncopas de altura y derrape. No llegaba viva a mis oídos sino con el huracán de su desaparición. Miré al asiento del conductor justo a mi lado. Estaba vacío. Ya iba siendo hora de llenarlo.
La vi venir en el espejo retrovisor. Parecía estar más lejos de lo que en realidad estaba.

jueves, 27 de febrero de 2014

Y tus palabras.

A tus pies de polvo y tu cabello de hiedra le faltan todavía los dicretos anuncios de un mundo incompleto. En la locura de escribir un verso aleatorio tras otro me vienen a la memoria los distintos epígrafes de una vida reciente, dolorosa y cautiva. Y pienso en lo inconexo de nuestro tiempo y todo lo que me rodea. Y pienso en ti, y cómo me afecta tu palabra. Asqueado por el mundo y mis ojos henchidos por el sueño dicto frase a frase a los medios de masas para que te lo manden. Y tus palabras vienen a mí, con tus pies de polvo y tu cabello de hiedra, y tu corazón de manzano, podrido por el tiempo y cicatrizado debajo de una corteza perenne, con tus ojos, resueltos a no olvidarse jamás del pasado, pero sí a perdonar.
Y tus palabras me llegan envueltas en puñales a veces, a veces en risas y en cuentas de silencio. Tus palabras me llegan a veces directas al pecho, a veces directas al cerebro y ponen en marcha la máquina. Y si algún día no llegaran... no sé qué pasaría ese día.

lunes, 24 de febrero de 2014

La Tormenta.

Vi la tormenta de lejos. Asentí para mis adentros y continué mi camino mientras la calma se apoderaba de los terrenos en los que me asentaba momentáneamente. La tormenta continuaba impasible delante mía, es posible que ésta avanzase hacia mí, pero yo parecía no darme cuenta de su movilidad, solamente estaba concentrado en mi avance y en mi futuro choque con ella. Conforme me acercaba los árboles renacían desde su invierno y su muerte, la nieve se derretía y surgía la hierba, las gotas de agua iban cayendo cada vez más despacio, el silencio tornaba momentos indiferentes en música y cada uno de los segundos que transcurrían se llenaban de los trágicos movimientos de violines, del fragor de la batalla de los metales y del intimismo de una guitarra que resonaba de fondo, como una invitada inusitada en tal agrupación musical.
Conforme me acercaba  las estrellas brillaban más en el cielo, y un prisma en la luna descomponía los colores vomitándolos sobre la tierra con violencia extrema. La delicadeza y perfección del vacío se hacían más evidentes en su ausencia y las sombras de las luces de los hombres amenazaban en el camino que iluminaban. El propio camino enraizaba en los árboles, se introducía entre montañas, ciudades, bosques, puentes y debajo de los ríos. Los animales se volvían peligrosos e indomables, la inmensidad se agrandaba.
Ella aparecía. Descorazonada. Terrible. Sangrienta. La tormenta atenazaba el horizonte con una descarga de energías. Parecía succionar a su paso toda la magnificencia que el mundo desarrollaba a través de mi. Concentraba la vida dejando carente de significado todo en su derredor, se mostraba violenta ante mi presencia, conforme me iba acercando. Los tornados se volvían más pequeños cuando me acercaba a ella. Ya no me importaban apenas los tornados. Nunca debí acudir a ellos. 
¿Quién quiere un tornado cuando puede introducirse en el interior pleno de un huracán?

miércoles, 12 de febrero de 2014

Amanecer matemático.

Se desliza un rayo de sol dispuesto por la ventana,
recayendo sobre la guitarra con suavidad,
enseñándome un segmento de cuerda de plata.
Amanece un día más en otro cubículo de lujo,
en otra cárcel con diamantes, jaula de rubíes.
En la mesa amenaza el calendario gritando los días,
apuntándote a la cabeza con su voz de sangre.
Los relojes cantan la monotonía y la monorritmia
en corro alrededor de los asfixiados a discreción.
Las farolas gotean el aceite que dispensa la caída
de la juventud perdida, de el tiempo que se pierde siempre.
Y el mundo se quiebra si te quedas quieto,
si bailas o sonríes, si dejas que la comida
se enfríe en el plato y la succionas con rapidez,
por miedo al depredador que viene de lo oscuro.
Y miras a héroes forjando su destino lejos del tuyo,
y ves a los dioses creando en sus torres de cristal,
en sus amatistas manchadas de depravación.
Y en la serpiente que se desliza entre fajos de billetes,
en cuerpos incinerados por su propio veneno,
en lenguas muertas de ridículos pensamientos
y en siniestros de caballos desenfrenados.
Y la serpiente que no se desliza, descansa al sexto día
y disfraza con su piel y adorna la cama,
y repta más que anda pensando en un adonis de barro,
rompiendo la costilla del polvo,
almacenando sueños y más sueños,
que llenen el caligrama de la rutina y la desidia,
de la rutina y la desidia,
de la rutina y la desidia,
de la rutina y la desidia...

sábado, 8 de febrero de 2014

Soneto.

Bajo los susurros de tus ojos,
enclaustrado en tu vientre de barro,
preso en el estrado de tu diéresis
sobre el calor directo en tu piel,

en la pluma de tu pie descalzo
y en el calor del aire que espiras
subyacen los secretos de todos
los poemas que jamás escribí.

Vientos ligeros me traen sabores
de una lejana tormenta acústica
y de naranjo discretos pétalos.

Me descarnan la cara y el cielo,
y en tu ausencia dicen dibujando:
todas mis palabras salen de ti.

domingo, 2 de febrero de 2014

El recuerdo de sus ojos: parte primera.

Es destino de grandes hombres tener por costumbre recordar su pasado, adivino por lo consiguiente que no soy uno de ellos. De mi infancia no recuerdo gran cosa, todo se ha humedecido en un poema oscuro y profundo, inmerso en las difíciles tierras de un pantano. Quizás gran parte de esta existencia mezquina sea por esa desgracia.
El único atesorado recuerdo de mi infancia es el de ella, con sus ojos verdes, de luna llena en esas noches de aullar maligno y respiración vertebral. Era muy joven, la conocí cuando mi padre me conducía a las entrañas de la tierra. Bajamos las escaleras de piedra que retumbaban con sepulcral eco, descendimos una a una las costillas del planeta, para adentrarnos en la cueva que servía de refugio al médico.
La temperatura alcanzaba el grado de sobrenaturalidad, un frío azul intenso parecía darnos una suave caricia, como si hubiese alguien deslizando su frío aliento sobre mi joven cabellera, erizando el pelo de mi espalda conforme daba un paso tras otro, las antorchas en los muros apenas si caldeaban con inquina levedad el ambiente, parecían más un adorno que un elemento que realmente estuviese vertiendo algo de calor en la sala.
En la cueva, de forma alargada, realizada con piedras cuadradas de color gris ceniza, decenas, quizás cientos de pasillos confluían paralelamente en uno central en que arremolinaba retazos de niebla azulada que, ante mis pasos y los de mi padre, se disgragaba con suavidad en un eco perenne que se perdía en la infinitud de la cueva. Múltiples camillas tapadas con mantas blancas descansaban bajo las bóvedas de los pasillos, con bandejas y objetos de brillo afilado y aterrador. Desconocía entonces qué albergaban las níveas sábanas, sospechaba que lo averiguaría pronto, mas, me estaría velado durante no muy largo tiempo.
Tal día fue mi último como niño y mi primer día como adolescente, tardaría más tiempo en ser un hombre adulto, pero ese día perdí mi corazón entre los ojos de una mujer, para no recuperarlo jamás entre las piernas de las que sucesivamente vendrían detrás de ella. No conocí otro amanecer en que hubiese de jugar en las puertas de mi casa, a la luz del farolillo en días oscuros o del sol en días claros: mi infancia quedó apresada en aquellos muros gritando como un alma inconexa por cada una de las piedras que componían la cueva.
El médico retomaba sus actividades tras una breve pausa en la que escrutinó a los dueños de los pasos. Al bajar los escalones tropecé, desordenando la quietud del momento con una vibración sónica más alta de lo normal que pareció un insulto a la melodía de nuestros pasos, mi mano se apoyó sobre la pared para evitar la caída y lo sentí. Un frío sobrenatural, como el de un ataud sin acolchar, como de tierra húmeda y oscuro mar del norte se coló en mi mano, en el punto intermedio entre mi cúbito y mi radio en el nexo de la muñeca. Se atenazó allí y se agarró a mis músculos, se llevó mi calor hacia la pared, tragándoselo con una suave succión hasta la negrura y la muerte. Suspiré con asombro y el médico resopló molesto por la interrupción.
Al llegar a la mesa, mi padre y el médico comenzaron a hablar, me dejaron en el ostracismo tras dirigirme una mirada básica de desdén y lo que parecía ser un amago de saludo pueril, ridículo en un hombre que no parecía acostumbrado a palabras de tan grande embergadura como el amor.
Entonces la vi. Estaba quieta en la esquina, con sus poderosos ojos verdes mirándome con una fuerza inusitada para ser una niña, o al menos así la recuerdo. Con el color de lo salvaje, un punto de calor cruel en la sala penumbrosa, la gema que se guardaba en mitad de la cueva. Quedé prendado mientras mi infancia se despegaba de mis hombros y se perdía, como el calor en mi muñeca entre los muros de esa negrura, y me quedaba vacío, con el ardor de esos ojos clavados en el estómago, con el silencio que se impuso atronando en mis oídos, con la férrea atmósfera atenazando mi respiración. Con el río de sensaciones inundándome, a mí, a la cueva, al mundo entero. Mas la realidad me devolvió al mundo real cuando mi padre concluyó la charla con el médico y dijo:
- Eric, te quedarás aquí. Y servirás de aprendiz del doctor Höffman.

domingo, 26 de enero de 2014

Arde París.

Mientras desclavo las espinas,
arde París entre profundas grietas.
Mientras reparo mis dolores,
arde París con el reflejo vacuo.

Mientras se secan las hojas del invierno,
arde París presa de un puño de acero.
Arde París con los campos elíseos,
el Moulin Rouge y Monmartre.

Arde París debajo de las águilas
que arrancan la carne de las colinas,
arde Baudelaire, arde la revolución,
arde la absenta y la ausencia.
Arde París, la serpiente y el pecado.
No en nombre de todos los puros,
sino en el del rayo de ultramar
y el humo de los libros ardientes.

Arde París, arde Europa, ardo yo.
Y sus ascuas las fotografían
millones de cuerpos, portadores de luz.
Y sus ascuas las llevamos
en las espinas de mi corazón.

Y sus ascuas son como una oración,
a la muerte de todas nuestras palabras,
y sus ascuas se repiten con un eco,
por los caminos de un mundo que ya ha ardido.

Y las ascuas las llevo prendidas
en los cuerpos de los niños perdidos,
de los bohemios desaparecidos,
en el dulzor de los pecados elegantes,
y en la muerte del dios iracundo,
por los constantes dioses del equilibrio
que repiten las mismas posturas,
entrenando para no pelear...
entrenando para no pelear...
entrenando para no pelear...
pelear...
 pelear... pelear...

lunes, 13 de enero de 2014

Dos voces.

Quisiera tener dos voces,
una voz grave que pudiese contener el mundo
y otra voz chiquita que divage a su alrededor.

Quisiera tener dos voces,
poder decir que soy nosotros cantando a dúo,
utilizarlas en una danza equilibrada.

Quisiera tenerte en dos voces,
acariciarnos en estéreo, jugarnos en naipes.
vibrar con cada palabra, llorando juntos el nudo.
desnudar la voz, las voces, todo sin cuerpo o pupila.

¡Quisiera tener dos voces,
siete, nueve, cinco, seis!
Seiscientos millones, cien.
Todas las voces desnudas, todos los tonos del mundo.

Quisiera tener mil voces,
Para echar de menos, para verte sin mi voz.
Y volver a tener dos voces, una vez,
dos, cuatro, siete, cinco, nueve, seis, diez.

viernes, 10 de enero de 2014

Receta para la melancolía.

Cójase la primera ola del amanecer y viértase sobre un lecho de niebla vespertina. No escatime en añadir el dulzor de un primer beso, descubra el recuerdo de un desnudo lejano y unas gotas de luna llena y medianoche.
Déjelo reposar, despacio, es una receta que requiere su tiempo, la melancolía estará hecha en el momento en que tenga que llegar, no sea impaciente.
Disponga bien su cocina, póngalo a fuego lento hasta que hierva, cuando suba un vapor añejo, échele el aliento de una voz rota por el bourbon, puede añadir personalidad, un solo de trompeta de Louis Armstrong puede ser incluso recomendable, uno solo de los pasos de Sinatra bastan: terminar su novela favorita será personalísimo.
Aumente entonces los colores, disponga de un azul oscuro de lluvia, un azul suave de nube en la montaña, el negro de un cielo de ciudad, rojo de la punta de un cigarrillo huérfano perdido en la acera, sin terminar de consumirse; amarillo de los ojos de los gatos nocturnos.
Una lágrima de una mujer enamorada, perdida en su almohada; el corazón roto y oculto de un hombre exprimido gota a gota en la barra de un bar. Estos ingredientes serán los que le den el toque más característico. El humo de una vela al apagarse fugazmente es decisivo para que quede bien, remover en cualquier sentido, el que el corazón desee, el que menos mal siente. 
Por último vierta los olores, perfume de Lavanda, Romero de aquellos que sufren, Laurel para los victoriosos, resina de Pino para darle profundidad. Añádase una cicatriz y un candado. Piérdase la llave. Dejar reposar, no demasiado, pues podría asentarse para siempre.

Tómese templado, acompañado un vaso de soledad. Empacha si se toma demasiada.

martes, 7 de enero de 2014

Cuando me hablas de Amor.

jueves, 2 de enero de 2014

El cuento de no saber borrarse a sí mismo.

Arranca  de la pared los cuadros,
distánciate del  soplo de la nube,
nunca, nunca mires más a la niebla.
La tierra llora sangre gris de pavimento,
los diablos danzan al amanecer ocre.
El sonido del vómito al caer la melodía,
los cuentos de de la ciudad perdida.
El quejido en el campo discreto,
el sabor de las sábanas si tú no estás conmigo.
El ruido que silencia la marea interior.
Todo ello compone el cuadro que arrancas,
y dejas tirado en el suelo sin borrar,
cambias el vestuario, las sábanas,
el campo, la sangre, el llanto.
Pero tus pinturas ahí siguen,
tocas y tus pinturas están en tus notas,
tus pinturas en tus palabras.
El cuento de no saber borrarse a sí mismo,
la triste historia de contar segundos,
de ser lo único fijo en una esfera,
que gira tanto que no tiene forma concreta.