domingo, 20 de julio de 2014

Gólgota.

Me costó escalar el Gólgota de sus ojos, sangré como un dios. Y mereció la pena. Al llegar a la cima pude percibir todo con lo sentidos agudizados, el abismo, el vértigo. El vórtice del universo que se ampliaba en los bordes del precipicio. La tormenta que criaba sus feroces latigazos de luz, amenazando con golpear el pequeño retazo de piedra en el que me hallaba y al que había llevado mi cruz. Me asustó la orquestación oscura de instrumentos que insistían en atormentar el paisaje al que había escalado. 
No se puede saltar con una cruz al abismo, no se puede llevar una cadena colgando del cuello durante toda la vida. El vuelo no parecía una buena idea. En esto pensaba cuando empecé a cavar el agujero en el suelo, más hondo cada vez. Más adentro de mis recuerdos y mi memoria. Hasta que escuché mi nombre. Comenzó como un pequeño murmullo, un susurro tal vez, progresivamente se iba musitando más fuerte, como si los picos de la comisura de los labios dejasen que se escapase el sonido cada vez más, como una cara que se rompe en una sonrisa y permite a las vibraciones salir más fuerte. Salí de mi agujero. 
El abismo seguía allí, más amenazador y atractivo que antes.
El salto fue de fe. Sin carrerilla ni impulso. Un lanzamiento de cuerpo hacia el vacío y la negrura, abandonar el monte lleno de sangre en sus entrañas, un drama y un montículo de desesperación. Conforme caía sentía cómo olvidaba la cruz y el Gólgota, las lágrimas en Getsemaní, la oscura orquestación, los rayos y los truenos pasaban a ser lanzas en mi pecho, descargas discretas en la penumbra y la caída.
Al caer cerraba los ojos por la velocidad, me transformaba en agua y velocidad. La calma llegó de forma súbita al perderse la adrenalina y la aceleración. Abrí mis nuevos ojos, saboreé con mi nueva lengua, toqué con mis nuevos dedos y respiré con mis nuevos pulmones el aire suave y cálido que venía desde todos lados, con olor a mar.
Ante mí se expandía un espectáculo sobrecogedor, sus ojos ya no eran más un Gólgota sino una pista de atardecer nebuloso, un sol invisible y anaranjado que abandonaba la esfera, superpuesto a un millón de puntos que enviaban agujas de luz hacia el infinito a través de mil formas inconexas. Un prisma de luz, una telaraña plateada sobre la visión de un caleidoscopio. Una imagen acelerada que desviaba sus rayos hacia el infinito.
Tumbado sobre la nada me iba quedando dormido, observando todo el espectáculo, respirando, tocando, mirando, saboreando. Girando sobre el nuevo borde que ante mis pies se extendía, viendo cómo la luz lo invadía todo, iluminando el exterior y mi interior, transmitiéndome su calor y su energía y jamás volví a sentirme solo entre los millones de puntos que venían de mi lado, de más allá y de los recónditos pliegues del mundo infinito.