Maastricht enseña espacios abiertos y verdes,
un cielo estrellado y bocanadas coloreadas.
Muestra agua brotando de sus rincones, vida,
discípulos corriendo en sus asuntos calle arriba,
calle abajo rodando en bicicletas de moho.
Con casas enredadas como un golem en la montaña,
con humo de sus edificios como faros en la noche
que guardan en sus estómagos el fuego y el calor.
Enseña la muerte de sus libros con elegancia,
decae con fuerza, haciéndole trepar hacia el fondo.
Subyuga la naturaleza a sus antojos convirtiéndola
en caramelos y juguetes para sus infantes.
Maastricht lleva el pecado escrito en el nombre,
la ciudad roja que se desata en las noches frías
cuando los cuerpos se buscan en el Mosa,
mirando la luna y manteniéndose fríos.
¡Si sus ladrillos contasen cómo se cogían de la mano,
cómo enjugaban sus labios en los pasos,
simultáneos y cómplices del pecado de quererse;
y susurrasen con reprobación por enamorarse
en una ciudad que no es París ni Roma ni New York!
Maastricht es una ciudad para quererse.
Para querer al mundo, para querer un hogar.
Pero Maastricht no tiene jazmines en su terraza.
Maastricht, ¿por qué no crecen jazmines en tus terrazas
en las noches calurosas de verano?
lunes, 17 de noviembre de 2014
sábado, 1 de noviembre de 2014
El paciente de la 711.
El doctor ya ha llamado a la familia para dar el pésame. No ha sido
la mejor semana del mundo, desde luego. El paciente de la 711 se
arrancó los ojos con unas viejas botellas de anís, no lo oímos
gritar, simplemente apareció a la mañana siguiente mirando hacia el
infinito con una sonrisa llena de paz. Ahora pasamos las tardes
atendiendo a los enfermos, sedándolos y mirando por la ventana del
sanatorio. Pasan envueltas en esta lluvia que nos aparta del resto
del mundo: el centro para enfermos mentales la boca del silencio
se ubica en mitad de la nada.
Entre dos montañas a escasos km de una capital de provincia, su
construcción data del s. XVIII, cuando, no con mucho acierto,
pensaron que era mejor tener a los locos lo suficientemente lejos de
la ciudad como para que no interfiriese la vida diaria de las
personas cotidianas y lo suficientemente cerca como para no
tener que viajar demasiado para traerlos. Un ambiente de paz y
tranquilidad donde poder ser olvidados del resto del mundo. Y para
olvidarnos a nosotros también, claro, los guardianes de esta prisión
cuyas paredes de ladrillo no son las importantes, sino las de la
mente. Cada enfermo es una isla, aislado mientras tratamos de
construir puentes hacia su psyque. Una célula partida en dos
cuyo pensamiento ha sido separado del resto del mundo construyendo
unos muros más fuertes que los que nosotros les imponemos, por
nuestra seguridad y por la suya.
Al paciente de la 711 le perseguía un fantasma de su pasado en la
vieja granja de sus padres, tras años de tratamiento consiguió
apoderarse de dos botellas de cristal de dios-sabe-dónde y
suicidarse a través de un ritual que le otorgaría la paz en la
muerte. Los horrores que la mente de aquél pobre hombre tuvo que
soportar me han tenido toda la semana pendiente de las ventanas
enormes a través de las cuáles se filtra la oscuridad que los días
nublados y los frondosos árboles nos traen. Miro las ventanas, miro
las velas con su cándida luz y las telarañas, la pasividad con la
que hago mi trabajo, alimentar, cuidar, transportar a los enfermos me
exaspera, el ambiente me carcome como una gota de agua que se va
colando despacio entre mis huesos y mi carne, en mi cabeza y en mi
columna vertebral. No puedo parar de pensar en le paciente de la 711
con su habitación llena de pinturas de espantapájaros, no puedo
parar de pensar en cómo iba realizando mejoras y cómo de repente
todo cambió de rumbo y apocó hacia la tormenta. Éste nunca ha sido
un sitio lleno de alegría, pero tampoco de tristeza, lo que me
gustaba de él era la asepsia profunda y blanca paz. Al final ha
terminado por acabarse. El día que se llevaron al paciente de la 711
el doctor miró con sus profundos ojos por toda la habitación, con
su habitual frialdad y murmuró unas palabras como una especie de
epitafio para el desdichado, dejando profundas marcas en las paredes
acolchadas con su sonido: la habitación pareció cambiar después de
pronunciarlas, nada quedó igual. “Las elecciones de esta clase
de hombres no debe de sorprendernos, ustedes, si se encontrasen en la
misma situación, en la que pueden encontrarse, harían lo mismo.
Cuando no queda salida a los muros de esta vida, la única solución
es la muerte.” En el silencio del alba los policías se
llevaron el cuerpo cuando se les ordenó levantarlo, dejando un vacío
irrecuperable en los muros y las habitaciones de esta institución.
Los enfermeros más viejos recordaban casos de suicidios, pero no tan
brutales, los enfermos más viejos también, pero éste había
trastocado todo el status de
la comunidad: en nuestros papeles de carceleros, la mentira que
contábamos a nuestros presos goteaba con la oscuridad de nuestros
ojos y nos hacía ver nuestras frágiles muñecas envueltas en
cristales, vibrando y amenazando con quebrarse mientras realizábamos
nuestras labores.
En mi persona los efectos fueron devastadores. Había habido casos de
suicidio con anterioridad, pero la oscuridad que desprendió éste y
la forma que tuvo de mimetizarse con la vida cotidiana me
destrozaron. Un humo negro se desprendió del cadáver y se cruzó en
mi mirar. Al principio era algo completamente normal, la brutalidad,
la sangre, los recuerdos, todo era todo lo normal que podía ser una
pérdida. Sin embargo después se fue camuflando en el día a día y
descubrí con horror que las paredes habían cambiado de tono y las
sábanas no eran blancas sino grises, los muros no eran de ladrillo
rojo sino marrón verdoso y los insectos no eran invisibles sino que
se convertían en amenazantes puntos encubiertos en las paredes que
ya no eran acogedoras sino altas verjas de arcilla cocida que mi
mente no lograba traspasar. El mundo que me rodeaba se volvía más
lento, pasaba las noches mirando la luz de una vela en un candelabro,
recostada de lado sobre la cama, viendo cómo las llamas quebraban la
oscuridad a mi lado.
Y de repente, llegó aquella noche en la que cambió todo. En la que
lo comprendí cada cosa. Vino en forma de una mensajera inusual
después de la cena que hacíamos mensualmente con el doctor. En la
cena el doctor nos había estado contando cómo los últimos cambios
en el sanatorio estaban siendo muy positivos para los enfermos, cómo
todos habíamos podido superar con presteza la muerte del paciente de
la 711. Un silencio recorrió la sala mientras todos se regocijaban
en su capacidad para el olvido, con un deje de melancolía por el
recordatorio de la fúnebre nueva. Mis sentidos se agudizaron
recorriendo la sala, pude contemplar en mi estupor cómo la
congratulación era falsa en todos, cómo se arrepentían de su
pensamiento... Salvo el doctor. Mis sentidos de dardo captaron cómo
miraba con avidez a todos los integrantes de la mesa con calma. Era
un hombre frío y calculador, controlaba todo en la mesa. Al
despedirnos sus palabras acudieron a mi mente de nuevo: “a
cualquiera de vosotros le podría pasar”. Y sentí un pinchazo
en el cuello. En la noche, más tarde, el sueño no acudía a mis
párpados, como de costumbre. Un arácnido paseaba sus piernas de
cuchillas en sus finos hilos de plata, sentía el drama de la caza y
la naturaleza rota en los tiempos vacíos que pasaba la araña
buscando su alimento. Sus ojos contemplaban pacientemente los
mosquitos, con avidez, reflejando en su interior la oscuridad que
generaba el veneno que desharía el interior de sus víctimas,
convirtiéndolo en un zumo de horrores listo para ser consumido por
el monstruo. A cualquiera de los mosquitos le podría suceder la
desgracia de caer en la red.
No podía dejar de mirar, ya no los
mosquitos alrededor de la vela, sino los ojos de la araña. Los ojos
empozoñados, como seis perlas negras pendientes de los extremos de
sus hilos de humo, indicando la pertenencia de una presa, el arácnido
reflejándome a mí, observándome a mí misma en la mirada
impersonal de la tejedora. Observando el infierno desatándose en
fríos barridos de aire a mi alrededor.
[...]
Observando la cara del doctor reflejada en los ojos del invertebrado,
mirando hacia abajo y viendo mis brazos atados por una camisa de
fuerza, viéndome en una habitación dentro del sanatorio.
Sintiéndome en un cuerpo que no era el mío, con el pecho más
amplio, las caderas menos anchas y el pelo más corto, con las manos
ásperas y callosas, con los brazos más fuertes y los hombros más
anchos. Viendo los muros de mi pensamiento rodeándome y sintiendo la
presencia de algo que venía a por mí. Sintiendo los pasos de palo
del espantapájaros uno a uno acercándose hasta mi puerta. Abriendo
mi puerta y entrando. Mirándome con sus ojos de botella, recortando
mi respiración envuelta en horror con su risa asmática y
estridente, lanzando escalofríos hacia mi espalda. Arrastrándome
por el suelo hacia la pared intentando rehuir su presencia. Al
quedarse el espantapájaros quieto, un brillo parece entrar por entre
los barrotes a través de la lluvia cegándome momentáneamente; al
volver la vista hacia él, la imagen del doctor lo reemplaza. El
doctor con sus ojos carmesí, con los seis dedos que le caracterizan
en la mano izquierda, con ocho patas tocando el suelo, bailando con
sus apéndices, reflejando la luz de la vela en sus ojos llenos de
veneno, con su sonrisa, deseoso de comerme. No podía moverme de la
habitación del paciente 711, las redes de mi mente me mantenían
pegado a la pared, a mi lado dos culos de botella sobre una vieja
cazadora, mi única salida, tenía las manos libres otra vez. El
doctor venía a por mí, deslizando sus ocho patas, teniéndome
contra el aguijón o el cristal, el terror invadía mi pequeño
cuerpo e hiperventilaba, solamente tenía una solución (le podría
pasar a cualquiera), los vidrios estaban cada vez más cerca con
su afilada hoja de cristal (la única solución es la muerte).
La araña me había atrapado en su red, cogí las botellas con
diligencia y las rompí contra el suelo. La única salida era la
muerte, la única forma de salir de aquél infierno, de escapar de la
araña y sus horrores, de su veneno, de su palidez, de sus ojos
rojos, de saberse la presa del depredador. Empuñé mis dos
improvisadas cuchillas y miré al doctor reírse. Empujé los filos
cortantes sobre mis glóbulos oculares hacia el interior de mi mente
mientras mi corazón latía hasta el infinito y la sangre se agolpaba
en mi cabeza tan rápido como mi respiración conteniendo un grito en
el ahogo que me producía la presencia del doctor.
[…]
Me despertó el chirrido que
hicieron las patas de la araña, como un grito de ralladura de
cristal en mitad de la noche al caer al fuego de la vela y
desaparecer en llamas haciéndose una pequeña bola de miseria.
Sudando y respirando preocupantemente deprisa me levante pese al
dolor en todo mi cuerpo, mi pecho volvía a ser femenino, mis caderas
anchas, mis hombros estrechos y mi pelo largo. Mi habitación volvía
a ser la mía, mis insectos seguían siendo manchas en la pared, pero
ahora lo veía todo claro. El problema que nos perseguía a todos, el
deje de tristeza que brillaba en todos... ¡todos nos sentíamos
igual! Todos éramos prisioneros de la misma jaula, todos éramos
prisioneros de la misma araña y todos seríamos devorados poco a
poco en una pesadilla por mantener abierto el apetito de nuestro
depredador, el doctor. El doctor con su acento Lituano y sus ojos
carmesí, el Doctor Lloyd Wyman que nos iba devorando a todos con su
persistente paciencia, observándonos con sus ojos de invertebrado
desde su despacho, atrapados en la tela, encerrados tras los muros en
nuestras pequeñas habitaciones. Había de acabar con ello. Pensaba
en la manera de acabar mientras la telaraña se consumía en el fuego
de mi candelabro.
El fuego me dio la solución. Tenía que quemar la red de muerte y
asegurarme de que la araña no escapase, tenía que asegurarme de que
no había huevos y de salvar a las presas. Una a una bloqueé las
puertas y las salidas de emergencia. Cuando eres un guardia puedes
salir por la noche a tomar el fresco sin que nadie haga demasiadas
preguntas. Los pasillos se tornaban amenazadores en mi deambular,
nadie me prestaba atención, solo los enfermos son los protagonistas
aquí. Pobres enfermos, pobres presos, no podía dejarlos en libertad
tampoco. Tenía que desconectar la electricidad, sí, eso sería lo
mejor, desconectar la electricidad justo antes de quemar el edificio,
sería lo mejor. El fuego debería de empezar en el despacho del
doctor, lleno de papeles fáciles de quemar... El nido de la bestia.
Conforme me acercaba al despacho del doctor, en el pabellón de
enfermos con atenciones especiales, que dormían cerca de los
enfermeros en caso de urgencia médica, notaba cómo los presos se
agitaban en las camas, como si sintiesen lo que iba a suceder en
breves. Notaba con prístina angustia cómo palpitaba en mis oídos
la sangre impulsada por cada paso que daba hacia el despacho. Una
sensación que me pedía que volviese y me acostase apremiaba en mis
venas, “mañana se lo contarás a todo el mundo, seguro que te
creen”, “no te preocupes, esta noche no vendrá a por ti” me
repetía a mí misma. La oscuridad absoluta en mis talones era la que
me impulsaba a seguir adelante, no podía darme la vuelta hacia los
ladrillos verdes otra vez, no podía volver con el cadáver de la
araña y esperar otra vez hasta que amaneciese con aquella verdad en
las entrañas. Tenía que quemarlo todo.
La puerta de la bestia rezaba: Dr.
Lloyd Wyman. Abrí tras forzarla armando un pequeño escándalo que
me sobresaltó. Esperé segundos en la oscuridad mientras los
lamentos de los enfermos a mi alrededor se tornaban otra vez un
pequeño murmullo en la oscuridad, solamente un rezo aislado de algún
preso insomne. Entré decidido en el despacho, evitando el chirriar
de la puerta, internándome en aquella especie de palacio privado,
alejado del resto del edificio. Suelo de terciopelo rojo, paredes
reforzadas en madera, un intento de sofisticación frustrado por el
conocimiento de los muros de ladrillo que se ocultaban detrás, por
el suelo de losas negras brillantes debajo de la alfombra, por la
calefacción eléctrica como una metafórica chimenea. El poderoso
escritorio aguardaba repleto de ordenados papelajos. Hice una pila
con ellos y los esparcí por la habitación. Abrí el mueble bar y me
encontré con la colección de licores del doctor. Estaba
estrictamente prohibida la bebida en el centro, sin embargo él la
mantenía en un intento de supremacía social: él era el depredador,
nosotros las presas, nos iba a degustar con un buen vino y se iba a
regocijar con un buen libro escuchando música en su antiguo
tocadiscos al calor de un buen whisky mientras nuestros restos se
enfriaban en la mesa. Esparcí por toda la mesa el alcohol, distribuí
buenas cantidades de él por el suelo, las cortinas, todo. Cogí el
mechero zippo del cajón del doctor y entonces lo escuché, estando
de espaldas a la puerta. Primero el murmurar de los enfermos, dando
pequeños gritos de terror ahogados entre las sábanas ocultando su
prisión personal. Después escuche los ruidos de ocho patas
golpeando el suelo, deslizándose sobre la puerta chirriando, seguido
las pisadas en la alfombra, con su sonido sordo, por último
silencio. No me atrevía a girarme. Cerré los ojos mientras las
lágrimas se escapaban de mis ojos, mi cuerpo entero temblaba.
Escuchaba su respiración detrás de mí, sentía su ansia:
- Señorita Starlee. ¿Qué hace despierta a estas horas? -
dijo la voz áspera y amenazante, seria a la vez que curiosa.
- Yo... Nada... - musité sin salida - .
- Entonces quizás le gustaría explicarme por qué está todo
esparcido por el suelo. ¿Por qué pretendía quemar mi despacho?
¿Le ocurre algo? - Dejó
un momento de silencio para que sus palabras se asentaran mientras
su cerebro trabajaba en la conclusión que ya tenía en mente -
Como dije, a cualquiera le puede pasar. Se ha convertido en el
paciente de la 711.
Temblando de terror observé cómo la espalda del doctor cruzaba la
habitación y se colocaba frente a la ventana. Su expresión miraba
con malevolencia el cielo nocturno nublado por el que se desplazaba
una luna extremadamente llena. Me miró directamente a los ojos. “No
queme el despacho y vuelva a su habitación. No le diré nada a nadie
y mañana quedaremos para almorzar, no lo olvidará”.
El asco invadió mi interior, la bilis goteó por mi garganta y caí
de rodillas al suelo. Con la botella de whisky todavía en la mano,
rodeada de litros del licor, miré el culo de la botella. Mientras el
doctor observaba por la ventana en silencio, esperando que me fuese,
abrí la botella. La única solución es la muerte. Le puede pasar a
cualquiera. Vertí sobre mí el líquido, estrellando la botella
sobre el suelo y encendiendo con premura el mechero. La bola de fuego
resultante me engulló, convirtiendo mi piel en pasto de llamas, en
una fuente de dolor, en el alimento de miles de patas de cuchilla
trepando por mis brazos, mi pecho, mi cara, mi pelo. Un grito surgió
desde mis adentros, lanzandose con culpabilidad a través de las
ventanas del despacho y hacia los cielos. No pude salvar a los presos
de su destino horrible, pero sí pude convertirme en mitad de la
noche en un alma libre y abandonar a aquél monstruo en su campo de
pesadilla de una vez por todas, liberándome de las cadenas que yo
misma había tejido... como hiciera otrora el paciente de la
habitación 711.
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