Primero la tierra se volvió de fuego. Y cuando pensamos que no podría volverse peor, el suelo se volvió de barro. Y cuando toda nuestra esperanza desapareció ya definitivamente, se volvió sangre. Los horrores que salieron de la caja de Pandora que abrió la humanidad destrozaron el mundo que conocimos; cuando los ángeles cayeron a la tierra con sus alas de fuego, castigando a todos por sus pecados, o por ninguna razón aparente, todo retazo de humanidad se había extinto ya en las hogueras del horror y del arrastrarse para lograr sobrevivir un minuto más. Los hombres se volvían animales, y justo después de la sangre, el veneno, la muerte, el horror y la pesadilla, después de todo ello llegó el hielo.
Por aquellos tiempos yo agonizaba escondiéndome entre los combates allá entre las nieves, la cuenta atrás de mis días llegaba a su fin, y lo sabía. Parte de mi hígado había entrado en mis pulmones y mi garganta luchaba tanto por echarlo afuera que tosía la sangre. Aquél fue el día que me crucé con Maluk. Me desplomé sobre el frío blanco escupiendo mi rojo interior cuando se me acercó el gran lobo gris de ojos blancos como el invierno. Le miré insensible, la muerte caminaba cerca, ponía los pies tras mis huellas en la nieve, atraía con su olor a todos los animales salvajes, deseando disfrutar del festín de mi enferma carne. De repente desafié al lobo con la mirada; "¡devórame!" le dije. "¡Contágiate!" susurré. "¡Deshazte del último pedazo de la raza humana, así será justo!" alcancé a decir ya sin aliento. El lobo me perdonó la vida, se llamaba Maluk.
Aprendí a vivir con ellos, a cazar, a dormir, a morir con ellos. En el hielo los lobos eran los amos, hasta el día en que el dios bajó a la tierra. Cuando el dios aterrizó desde el cielo, durmiente, convaleciente, parecía tan pacífico... con su pelo rubio largo, su cuerpo musculado, bello, sus ojos azules, sus sonrosados labios... su carga de muerte en sus espaldas, sus brazos asesinos, su mortal belleza...
Había aprendido a vivir como un lobo, a vivir y a matar animales, pero no sabía nada de los hombres, y menos de los dioses como aquél que aterrizó desde los cielos, dejando los campos de nieve derretidas por el calor que había provocado al estallar contra la superficie. Los lobos me miraban, yo tosía. Él era uno de los que decidía los destinos de los mortales. Qué menos que devolverle la invitación y decidir el destino de los inmortales. El dios, una vez en la tierra ya no tenía nada que hacer, era mío. Miré a sus ojos una vez despertó, y le seguí mirando a los ojos mientras le cortaba el cuello, mientras sus manos agarraban fuertemente las mías, con una fuerza sobrehumana que casi me parte en dos mientras su cuerpo temblaba tanto como las montañas, mientras los ríos de sangre brotaban del dolor de su cuello, mientras su vida se extinguía como se apagaría el sol, mientras los pájaros dejaron de cantar de golpe. Y seguí mirándolos un rato hasta que Maluk, el lobo, se acercó a mí y me dio con el hocico en el brazo. Su mirada acusaba, pero no sabía.
- No me mires así, yo soy un hombre: no soy un animal.