Los que hemos andado por la superficie del sol,
no sabemos los nombres escritos en tus labios,
desconocemos el juego de mirarte a los ojos,
cómo hacer daño para que vuelvas siempre,
cómo deshacer el nudo de tu garganta si lloras.
No sabemos hacerte brotar lágrimas de amor.
Los que hemos mirado cada noche las estrellas,
no sabemos si agarrarte la mano mientras caminas,
si debemos besarte o mirarte a los ojos,
si podemos huir corriendo ante el silencio,
si las palabras en distancia se susurran o se gritan.
Los que caminamos entre los polos magnéticos,
le robamos segundos al cronómetro,
congelamos los pasos que damos,
vemos el universo en un espejo y sabemos
que en cualquier solitaria noche,
habiando andado por la superficie del sol,
habiendo mirado de cerca las estrellas arder,
habiendo caminado entre los polos magnéticos
...
hemos escrito en tus labios mi nombre,
te hemos llorado con amor, te hemos hecho mía,
te hemos leído en los ojos el cielo, y sabemos,
que uno solo de estos sueños, vale más de mil veces
todas y cada una de tus realidades;
porque tú,
nunca andarás por la superficie del sol,
ni caminarás entre los polos magnéticos
ni verás las estrellas arder por amor.
miércoles, 27 de noviembre de 2013
martes, 19 de noviembre de 2013
Mirad todos.
Míralo ahí, haciendo tantas escalas, nota arriba, nota abajo. Buscando su alma en el fondo de la guitarra. Míralo ahí, rodeado de chicas, con su cerveza en la mano y sus palabras de gato. Miradlo, miradlo. Él no es nadie ni nada, parece que está buscando su alma en el fondo de la jarra, parece que la busca también en los ojos de las chicas, en la corriente del río, en el tilitar de las estrellas.
Míralo, búscalo, lo encontrarás en cualquier sitio, tirado en la calle, sentado en un banco, siempre con alcohol en la mano, con algo en la boca, un cigarro, un vaso, otra boca... Búscalo, búscalo hablando, debatiendo acaloradamente con el corazón delator debajo de su asiento. Míralo, míralo huyendo por entre las alamedas, nunca yéndose a dormir. Míralo, que el tiempo se lo llevará pronto.
....................................................................
Míralo ahora, no sale de su casa nunca, no lo podrás ver jamás. Míralo, si lo encuentras, míralo envuelto en harapos, míralo con sus cicatrices, con su pelo blanco, ya no le habla a las chicas, lo dejaron tiempo atrás. Míralo, ya no busca su alma entre las estrellas, ya no come apenas. Ya sabe dónde está su alma, mírala, está con él, siempre lo estuvo, y ahí busca y rebusca entre los pliegues de su cuerpo a ver si la encuentra sin saber que, de tanto buscarla, ésta se fue para no volver jamás. Míralo, que el tiempo, ya se lo ha llevado.
jueves, 14 de noviembre de 2013
La creación.
Para Solomía, por su cumpleaños.
En un principio solamente
existía la oscuridad y el temor, el abismo vertiginoso, el momento
de silencio que predecía la creación. La luz ilumina un cono sobre
un escenario, y, el ébano y el marfil son los precipitantes de la
caída.
Una nota. Una sola nota
rompe el silencio, una tecla se dispara entre las paredes de la
habitación dándole forma al espacio. Rompe la superficie de la
tensión y da comienzo a la vida.
Una
a
una
van
cayendo
cada
vez
más rápido
lasnotas.
La melodía sucede a la
oscuridad, sale de las manos del intérprete, cada nota se convierte
en un disparo, un resplandor de energía que ilumina, como estrellas,
la negrura. Conforme la velocidad aumenta la luminosidad es más
imponente, la oscuridad cada vez menor. La guerra entre la nada y la
luz la va a ganar la música. Vibra todo el salón, el mundo, todo lo
existente, con los dedos del pianista. Más frenético se vuelve su
baile, cada cañonazo es una nueva sensación que se transmite hasta
el infinito. Las nuevas notas van tomando tranquilidad, superan la
ruptura anterior, ya existe el mundo, porque el intérprete lo ha
creado. Conforme reposa la creación se va apagando todo otra vez,
pero ya no existe la oscuridad, cada nota ha creado y ha cambiado el
mundo, ya no se apagará todo y se volverá negro, cada nota seguirá
ahí para siempre: cada nota sube encima de la otra para construir
una realidad diferente. El músico, cambia el mundo.
lunes, 11 de noviembre de 2013
Síntoma final.
Ya se ha acabado la cuenta atrás,
no más números, no más mirar al reloj.
No quedan granos de sal por caer,
ningún momento que convertir en azul.
Se me acabaron los silencios de tul,
las palabras de seda, las sonrisas de vela.
Otros habrá que tengan más vida que yo,
mejores, más rápidos, más altos. Más fuertes.
Quienes te vean lo suficientemente tú
como para lanzarse al pozo de tus ojos.
De ellos, de los realmente valientes,
de los que saben esperar tus tiempos,
de ellos será el reino de tu cielo.
Pero en los días que imaginé que eras mía,
en los momentos en que te quise sola,
ahí también fui valiente, fui león,
y pertenecí a la clase de los grandes.
Y me creí grande e inmenso sin saber,
que yo no soy como ellos,
que yo miraré al pozo de tus ojos
y me quedaré quieto.
Que en tu juego de silencios el mío
será el síntoma final, la cerradura que me aleje
de todos los besos que tus labios me bailan,
el Leitmotiv con el que el blues
destroza mi alma.
no más números, no más mirar al reloj.
No quedan granos de sal por caer,
ningún momento que convertir en azul.
Se me acabaron los silencios de tul,
las palabras de seda, las sonrisas de vela.
Otros habrá que tengan más vida que yo,
mejores, más rápidos, más altos. Más fuertes.
Quienes te vean lo suficientemente tú
como para lanzarse al pozo de tus ojos.
De ellos, de los realmente valientes,
de los que saben esperar tus tiempos,
de ellos será el reino de tu cielo.
Pero en los días que imaginé que eras mía,
en los momentos en que te quise sola,
ahí también fui valiente, fui león,
y pertenecí a la clase de los grandes.
Y me creí grande e inmenso sin saber,
que yo no soy como ellos,
que yo miraré al pozo de tus ojos
y me quedaré quieto.
Que en tu juego de silencios el mío
será el síntoma final, la cerradura que me aleje
de todos los besos que tus labios me bailan,
el Leitmotiv con el que el blues
destroza mi alma.
viernes, 1 de noviembre de 2013
El Cosechador de la Tristeza
Recuerdo los campos de
trigo de mi infancia, vivir con mis padres en la vieja granja
apartada de todo, con el polvoriento porche. Recuerdo las noches, con
las maderas del tejado temblando y crujiendo como las jarcias de un
barco bajo los vientos que recorrían con impunidad, como almas en
blanco, las grandes extensiones llenas de trigo sombrío bajo la
atenta mirada amarilla de la luna y los cuervos.
A mi mente vienen ahora,
en esta noche en la ciudad los negros recuerdos de un tiempo antiguo
y diferente, más simple, en el que el mal aparecía por la noche y
no pululaba a plena luz del día entre los corazones mismos de los
hombres. Entre todo ello le recuerdo a él, al cosechador de
tristeza, el espantapájaros que vigilaba que los cuervos no
apareciesen en los sembrados de mi padre. Me aterrorizaba, desde mi
habitación; desde la minúscula ventana por la que se veía la luz
de las estrellas, allí estaba: con sus ojos de botella, con su piel
de saco, su vieja cazadora, sus entrañas de paja, su sonrisa macabra
de pliegue de tela, sus piernas de palo.
Mi vida allí no tenía
territorio más allá del campo, el comedor y mi habitación. El día
en el sembrados, el único contacto con el mundo de fuera era la
vieja y podrida camioneta roja de mi padre, que cogía para irse por
las noches y volver tarde, muy tarde. No conocía nada más que la
granja, mi padre trabajaba en el campo, mi madre le ayudaba y yo
pasaba los días mirando al arroyo, arrojando piedras al agua, pero
él siempre estaba allí. Podía verlo desde cualquier lugar de los
terrenos, desde mi cuarto, desde el campo trabajando, desde el viejo
porche, allí estaba mirando hacia abajo con su ajado sombrero de
paja. También podía verlo, rodeado de cuervos al anochecer mientras
los golpes en mi casa no paraban de escucharse. Me levantaba y podía
sentirlo allí, comía mientras me miraba, me acostaba y allí
seguía. Eso me hizo un niño de sombras, de silencios y miradas
bajas.
Mi padre volvía tarde
todos los días, subido en la camioneta roja renqueante, por el
camino lleno de polvo, con los graznidos en los oídos y con la
cabeza embotada por el alcohol. Y entonces miraba al espantapájaros
y entraba en la casa renqueando como el vehículo, aplastando la
puerta contra sus goznes, derribando la mitad de la cocina y
sentándose como un niño a llorar cuando se encontraba solo. Mi
madre ya no salía a buscarlo, corría peligro, y a mí me ordenaba
taparme con la almohada por las noches, pero a mí mi padre no me
daba miedo, era un borracho golpeando cosas, me tapaba la cabeza con
la almohada, porque ÉL estaba allí, mirándome por la estrecha
ventana en las noches de luna clara.
Él cada día me deseaba
más, cada día me miraba más, cada día estaba un poco más cerca.
Tardé mucho en darme cuenta, quizás fuese mi corta edad, quizás
fuese mi forma de ver la vida como un cuento lo que me llevó a
pensar que mi mente me estaba engañando, hasta que fue demasiado
tarde y descubrí que ya no había salvación posible.
Cuando los cuervos
comenzaron a posarse sobre la casa, me di cuenta que cada día estaba
un paso más cerca; cuando un cuervo se posó en mi cama decidí que
tenía que hacer algo. Una noche en que mi padre llegó borracho salí
de mi cuarto, rechacé mis miedos y me levanté despacio. Me acerqué
a mi progenitor con cautela y, oliendo a whisky barato y a tabaco, le
cogí del tercer bolsillo de la cazadora un mechero que sostuve
fuerte en mi mano, mi padre, mirando cabizbajo hacia el suelo, ni se
inmutó. Salí al porche.
El viento aullaba con ira
ante mi presencia: ¿qué hacía un niño fuera de su casa estas
horas de la noche? Las espigas se doblaban castigadas por el vendaval
y él gobernaba la tortura desde el centro, mirando en dirección a
la casa. No sé qué clase de mal entró en el espantapájaros, no sé
qué clase de odio le entró contra nosotros y nuestra infelicidad,
no sé qué clase de demonio habitaba en sus huesos de palo, pero no
creo que me importe ya demasiado. Me acerqué entre las espigas que
acariciaban mis piernas, lacerando mis oídos con su grito tácito,
advirtiéndome que me diese la vuelta.
Llegué hasta las piernas
del engendro. No me había atrevido a mirarlo hasta ese momento, alcé
mi mirada y su mueca socarrona me puso el vello de punta, sus ojos de
botella me helaron el corazón. Una corriente gélida escaló mi
espalda al ver uno de sus brazos descolgado, apuntándome con sus
viejos guantes llenos de paja, acusante, hacia el centro de mi
cabeza. Me paralizó el miedo, en mi delirio me parecía verlo
moverse, despacio, sin pausa, volviendo a alzar su mano hacia el palo
que le servía de soporte. De pronto me hallé paralizado, no podía
mover apenas mi cuerpo, lloraban las espigas por mi miedo, por el
llanto que no salía de mí, por el líquido amarillento que mojaba
mis pantalones, por mi muerte que ya llegaba. El brillo de los ojos
del espantapájaros me tenía allí quieto, y una sombra negra
nublaba mi visión en derredor de la figura pajiza, o no era ya mi
visión sino que estaba allí realmente esa negrura letal. Todo
estaba quieto para mí, la llama en mi mano, el viento soplando en
mis oídos y mi pelo, el espantapájaros alargando las manos hacia
mí. Me faltó el aire, comencé a respirar cada vez más rápido,
mis pulmones se vaciaban y se llenaban con premura. El silencio
reinaba en mí. Era incapaz de escucharme, solamente los graznidos de
los cuervos y la malévola risa del cosechador.
El hechizo se rompió de
la misma forma que llegó, con el miedo. Noté una gota caliente que
me caía por la pantorrilla, como una antorcha que me rozaba la piel
pierna abajo. El contacto con el mundo real me hizo olvidar al muñeco
y, en un alarde de valentía prendí fuego a la ropa. Un grito se
retorció entre las estrellas y caló en las ranas del arroyo, en los
cuervos que salieron volando y que rompió en mil pedazos mi alma
congelada, como si de una copa de cristal se tratase.
Cansado, me sentí muy
cansado mientras las viejas ropas ardían poco a poco, la paja, el
sombrero... todo. Los ojos de botella llenos de fuego, el remiendo de
la boca carbonizándose.
No recuerdo más, me
acosté sin saber cómo ni dónde, me sumí en un profundo sueño de
paz y tranquilidad sabiéndome ya salvado. A mitad de mi sueño,
comencé a caer, a caer en las profundidades, una fosa marítima era
mi tumba onírica, rodeado de negrura y agua: me asfixiaba, la
presión podía conmigo. La luz de la luna se comenzó a filtrar por
la superficie marítima, estaba ascendiendo, el canto de los ángeles
me llamaba a la salvación y al final de la pesadilla.
Me despertaron dos
hechos. Los golpes y los gritos en la planta baja de la casa, y una
rama rascando en el cristal de la ventana. Desorientado, sin saber
dónde me hallaba me reincorporé en la cama y miré por la ventana.
Mi horror fue absoluto al
comprobar con espanto que el asustador había subido hasta la segunda
planta y golpeaba con sus manos, empujadas por el viento, los
cristales de mi ventana. Su risa, ronca, exagerada retumbaba en las
paredes, en ondas hasta mi cabeza. Con el terror apresado en la
garganta atronaron mis pasos sobre las escaleras, bajando los viejos
y crujientes escalones, llegando al porche y a la cocina para
descubrir lo que me estaba reservado.
No estoy seguro de haber
quemado ya al espantapájaros, ni tampoco estoy seguro de no haber
liberado aquella noche el mal. Cuándo mi padre mató a mi madre no
sé si fue el gobierno del alcohol el que apretó el pañuelo contra
la boca de ella o si fue el lenguaje de la locura que le había
insuflado el cosechador de la tristeza. La ira, la miseria, las
palizas que le propinó... no sé, no sé qué le pasó, no quise
creerlo.
No quise creerlo hasta
que vi en mi padre el reflejo del fuego en sus ojos, que ya no había
amor en sus pupilas, sino dos culos de botella. Alguien le había
plantado las semillas del odio. Me lancé contra la pared al ver a mi
madre muerta y dejé caer mi espalda resbalar hasta el suelo. Mi
padre se quedó quieto y me miró, con la misma sonrisa socarrona y
remendada del engendro de palo. Y entonces lo escuché. Un golpe tras
otro en las escaleras, una rama golpeando tras otra, madera con
madera, un ruido de pasos de autómata que bajaba buscándome.
Corrí. Huí. Como alma
que lleva el diablo y con una voz en mi cabeza gritándome que
regresase. Esa noche quedó atrapada profundamente en mi destino.
Esta noche, lejos, en la
ciudad, tras haber vivido otra vida, años después, recuerdo esos
hechos. Los recuerdo porque el pasado me persigue cada noche. No he
parado de soñar que salgo de las aguas y allí está esperándome,
con los ojos de mi padre, subido en la camioneta vieja y ajada.
Dejando un rastro de paja cada vez que daba un paso. Pero ahora ha
regresado.
En las últimas horas del
día escucho continuamente los ruidos, como antes, ha venido
acercándose poco a poco, me va a cazar. Oigo los cuervos graznando
dentro de mi armario, siento sus patas posarse sobre el tejado
metálico de la pequeña caravana que regento y que voy moviendo cada
noche con tal de escaparme. Cada día es más rápido. Le he visto en
los campos en los que paro, en los descampados de las ciudades que
visito. Sentado en los bares de los mejores barrios, esperándome,
quiere que vuelva.
Hubo un tiempo en que
pensé que si no volvía jamás me alcanzaría, pero no es así, cada
vez está más enfadado, más cerca. Ya ha estado aquí dentro. Una
gota de hielo me recorrió la espalda cuando introduje la mano en uno
de mis cajones, tras volver de abastecerme, y descubrí que mi ropa
estaba llena de paja. Cuando vi sus ojos reflejados en mi espejo,
cuando escuché la puerta abrirse mientras me estaba duchando, cuando
una mano enguantada se posó sobre mis hombros mientras conducía.
He tratado mil veces de
convencerme de que soy un neurótico, que no puede ser verdad, pero
las cosas que he visto con anterioridad me hacen imposible creerme a
mí mismo.
Ahora escribo desde el
hospital. El otro día iba conduciendo a altas horas de la madrugada,
algo se cruzó en mi camino e intentando esquivarlo mi caravana volcó
y quedó inservible, tirada en mitad de la carretera. Me levanté
aturdido y, con las ropas ajadas y sangrando huí del lugar con
premura. Se arremolinaban las copas de los grandes árboles a mi
alrededor, la lluvia empezó a caer despacio y suave. Y hoy todavía
sigue. No recuerdo mucho más, solamente las señales de tráfico
girando en mi cabeza como si de caras burlonas se tratasen. Y su
risa. Algún buen samaritano me vio tirado en la carretera y quiso
hacerme un favor llevándome al hospital. No sabe que me ha
condenado. Estoy aquí atado de pies y manos, no me puedo escapar por
ser considerado un paciente peligroso, se me relaciona con el caso de
un asesinato y dos desapariciones hace doce años.
Me tienen todo el día a
base de calmantes, no podré correr si él viene, pero cuando llega
la noche y escucho los pasos, las ramas golpeando los cristales, los
búhos observando desde los árboles cercanos, la tempestad rugiendo
clamando por mi alma... Les pedí una habitación sin ventanas, me la
dieron, una pequeña habitación insonorizada y con una pequeña
lamparita, un lápiz y una hoja de papel. Las horas pasaban allí
despacio, pero al menos estaba a salvo. No se atrevería a cruzar las
paredes acolchadas ni la puerta de metal que me tenía allí
internado.
He empezado a escribir
esto porque me lo ha pedido mi psiquiatra, quieren curarme y matarlo
a él, pero no saben nada. Me he levantado del camastro en mitad de
la noche y le he visto en mis notas, alguien había dibujado un
espantapájaros en mi relato y al lado había una botella que conocía
bastante bien.
Una vieja botella de
anís, que mi padre usó para romperla y construir dos ojos verdes.
El vidrio que ahora mismo fulguraba delante mía.
Ahora mismo lo estoy
escuchando. Oigo cómo desliza sus piernas, sin prisa, mi celda de
salvación es ahora una jaula en la que estoy como un ratoncito.
Escucho su respiración irreal a través de la puerta. Estoy sentado
llorando en una esquina y escribo para que todos sepan que no me dejé
matar por el monstruo, no se llevó mi alma.
La vieja botella. Es lo
que él quiere, pero todo con tal de no dejarle entrar aquí en este
último refugio. Esta es la verdad, lo que pasé durante toda mi
vida, la pesadilla que he vivido tanto tiempo envuelta en una vieja
cazadora, un viejo trapo y unos viejos culos de botella.
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