A ratos sabía contar las mejores historias, las más tristes. Algunas veces participaba en ellas. Esa noche se acostó en su cama como siempre, al hilo del horrible calor que gobernaba en verano, con la ventana abierta de par en par, con el sonido de los coches a través de su ventana, con el ruido de los aparatos de aire acondicionado que él no se podía costear, con el ruido de la ciudad buyendo de vida nocturan. Sin embargo, cuando el ruido pareció cesar, puesto que se acostumbró a él, uno mucho más molesto comenzó a molestarle: el silencio. Sus oidos parecían no enseñarle nada, ni siquiera podía oír su corazón latiendo en su pecho, el mundo se había quedado en silencio, sus ojos abiertos, no podía dormir.
No podía dormir y el silencio era tal en mitad de la noche que parecía que hasta las estrellas, las pocas que brillaban, se hubiesen parado en sus viajes a altas velocidades por el universo a miles de años luz. Se revolvió en la cama, y su piel contra las sábanas produjo un atronador gemir que le hacía espabilarse. El manto sólido del silencio volvió a caer despacio sobre él mismo y apenas lo hubo hecho, se volvió a mover. Tenía que moverse con tal de evitar el silencio. Al rato empezó a sudar, y el ruido de su respiración y su corazón ya eran suficiente para darle esquinazo a la tacidez.
Entonces la vio cuando la voz de su pecho empezó a desaparecer otra vez entre el silencio. Una estrella roja, enorme en mitad del cielo. Se levantó y el frescor de la noche entró despacio en la habitación, y ya no importaba el sonido de sus pies en el suelo, ya no importaba el silencio ni tampoco importaban los coches, ni los aires acondicionados, ni la vida de la ciudad, solamente la estrella y él.
Se sentó en el escritorio, con las hojas recién escritas de aquella tarde debajo de sus brazos, con el sudor arrugando el papel, mirando la estrella roja. Empezó a ver la cara de alguien frente a él, una cara familiar, pelo largo negro y palidez en el rostro, dientes blancos perfectos, labios rojos frente a piel muerta. No recordaba sus ojos, no recordaba su voz. Intentó tocar su piel, su cuerpo desnudo de cintura para arriba, no pudo.
Vio las marcas en sus brazos, vio la tristeza eterna de su rostro, que lo hacía cada día más hermoso. A veces protagonizaba las historias más tristes, no podía tocarla, estaba detrás de un cristal. Había una cuchilla en su mano. No podía poner sus yemas sobre su piel, solo podía usar la cuchilla. Cortó su pelo, despacio, mirándose en el espejo que era ella, cortó su barba, despacio, tatuó su nombre, despacio, en su cuerpo, sintiendo irrealmente cada herida, cada gota de sangre que salía de sus brazos, de su pecho, su vientre, sus piernas...
La mugre de las paredes, el gris que lo inundaba todo. La sangre que salía de su cuerpo era tanta que comenzaba a llenar la habitación, el espejo, ella, todo. El gris se volvía rojo. El óxido terminó por cubrir la habitación entera, incluso el espejo, ella, todo.
Se levantó sudando, con el corazón alterado, con la conciencia alterada por soñar esas cosas, con el silencio rodeando todo, el alba despuntaba en el horizonte ya...
Para soñar esas cosas mejor no dormirse nunca jamás.
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