Cójase la primera ola del amanecer y viértase sobre un lecho de niebla vespertina. No escatime en añadir el dulzor de un primer beso, descubra el recuerdo de un desnudo lejano y unas gotas de luna llena y medianoche.
Déjelo reposar, despacio, es una receta que requiere su tiempo, la melancolía estará hecha en el momento en que tenga que llegar, no sea impaciente.
Disponga bien su cocina, póngalo a fuego lento hasta que hierva, cuando suba un vapor añejo, échele el aliento de una voz rota por el bourbon, puede añadir personalidad, un solo de trompeta de Louis Armstrong puede ser incluso recomendable, uno solo de los pasos de Sinatra bastan: terminar su novela favorita será personalísimo.
Aumente entonces los colores, disponga de un azul oscuro de lluvia, un azul suave de nube en la montaña, el negro de un cielo de ciudad, rojo de la punta de un cigarrillo huérfano perdido en la acera, sin terminar de consumirse; amarillo de los ojos de los gatos nocturnos.
Una lágrima de una mujer enamorada, perdida en su almohada; el corazón roto y oculto de un hombre exprimido gota a gota en la barra de un bar. Estos ingredientes serán los que le den el toque más característico. El humo de una vela al apagarse fugazmente es decisivo para que quede bien, remover en cualquier sentido, el que el corazón desee, el que menos mal siente.
Por último vierta los olores, perfume de Lavanda, Romero de aquellos que sufren, Laurel para los victoriosos, resina de Pino para darle profundidad. Añádase una cicatriz y un candado. Piérdase la llave. Dejar reposar, no demasiado, pues podría asentarse para siempre.
Tómese templado, acompañado un vaso de soledad. Empacha si se toma demasiada.
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