El sol de verano se apaga cada vez más en las farolas de las calles. Andando las recorro bajo los últimos acordes de un atardecer moribundo. Se acaba el verano y ya no es relativo a la niñez sino al abandono que deja en mí este hastío de altas temperaturas. Este falso séptimo mes me abandona con nueve recuerdos por siempre grabados en la memoria.
A mi vuelta todo habrá cambiado, ya no estarán los gatos cerca de su casa jugando en los tintineos del atardecer derretido. Ya no escucharé amanecer desde la mía a oscuras tras las negras cortinas del sueño. A mi vuelta no sabrán igual tus besos ni me acompañarán los acordes de mi música camino de mi hogar cubierto en la tranquilidad de mi propia libertad. No encenderé la chispa en tu mirada, ni me recorrerá el bálsamo de tu risa, sanando mi mente, cuando te metes en el agua. No habrá más bailes en el infierno, no habrá más formas de mostrar sinceros nuestros cuerpos, envueltos en gruesas capas; ni encuentros fortuitos, soñados en los ojos de las bestias que refrescan la noche.
Y, sin embargo, a mi vuelta, seguirán igual de vivos tus ojos, serán dos gemas engarzadas en el frío del invierno, y podré refugiarme en ellos. Y contarte desde ahí mil millones de historias que nos lleven a un silencio nocturno. Podremos escuchar mil millones de melodías nuevas, darnos, de nuevo, mil millones de besos.
Y sobre todo podremos contarnos, cómo se puede sobrevivir todo este tiempo sin vernos.
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