Sopor y pesadez llenan la palestra,
runas y jeroglíficos la pizarra;
el docente, con su canto de cigarra,
planta en el alumno la idea siniestra
de atizarle, a ver si calla, con la diestra;
y que cese, por fin, de dar la tabarra
con sus ideas de trueque y chatarra,
devolviéndoles la vida que secuestra.
Un ejército de voces carraspea:
a pesar del timbre, sin cesar, prosigue
el profesor su perpetua diarrea.
¡Calle ya y con su látigo no atosigue,
déjeles sobrevivir sin cefalea,
pues no escucharán por mucho que fustigue!
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