En la barra del bar alguien me dijo:
«hay dos hombres dentro de mí ahora,
uno es verde y me empuja hacia el cielo,
canta con voz de vida y rocío sonriendo,
otro es azul y tira hacia abajo a deshoras,
llora con sus ojos cubiertos de caracolas,
ducha con whisky toda su piel de cieno.
El verde esparce su olor a bosque sincero,
el azul canta desgarrada su voz que implora».
«Cuando dejo que se pasen las horas,
el hueco que tengo dentro de desencuentro,
es llenado por uno u por otro dependiendo
de la concurrencia en tiendas de fe curiosa,
de los bichos que trague al abrir la boca,
de la energía que me roben los anhelos
y del latido con que grita la voz del sueño.
Y ambos ríen hasta que llega la aurora».
«Amigo,» le dije «por la voz que implora,
por los vericuertos que tomo si acierto,
por la vendimia de este robo incierto,
espere, que siempre cantará la alondra.
De estar libre de hombres ya llegará la hora,
cuando volar, ya no le dé miedo,
cuando no tenga que arrodillarse al fuego
y sufrir por los dedos tanta demora».
«Tras el hombre verde y el azul se esconden,
envueltos en sus mantos de pandemonio,
el resabio de una herida y un negro odio,
que no cicatrizan y le hacen deforme.
Cuídese mucho, amigo, pues le consumen,
de fuerzas vaya haciendo acopio,
derrote al monstruo y al demonio,
y, nunca deje que la herida le abrume».
Y, en silencio, abandoné la sala.
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