"Esa zorra. Esa puta. Ese desprecio del género femenino me había tocado los cojones. Es verdad. No sabía de honor, no sabía de reglas, de buen hacer, de tratar a un corazón destrozado. Por otro, la guarra de mi mujer me había dejado por otro. Después de mantenerla a ella y a toda la puta familia..." escuché en silencio el aleteo de los insectos revolotear a la luz de la bombilla y el fuego. Había bebido mucho.
El último vaso de Jack Daniel's se deslizó por mi garganta, afilado, pagando embriagador a mi estomago su cuenta de sangre, un cuchillo a través de mi barriga habría sido igual. Y la puta... no, no entendía nuestro juego, no me entendía, ella era su propia reina, eso es. Era su propia y jodida reina, y yo, eso creía ella, su basura, su arañazo, su asqueroso.
Esto se había acabado. Había jugado conmigo, me había utilizado, se casó conmigo porque le gustaba como hablaba, luego se fue a follarse a esa maricona afrancesada, a ese proyecto de rock and roll, a ese, a ese PRODUCTO, esa mercancía autopromocionada de cómo vivir una vida emocionante, ese bichejo asqueroso que no tenía ni la mitad de alma ni la mitad de cadenas que yo. Pero eso se iba a acabar. Enseguida.
Nadie le pondría más la mano encima. Yo, que la había amado... Escupí. No me podía permitir un retazo de debilidad. Ella me ha dicho mil veces que soy un monstruo, sí, un monstruo. Sólo reclamé lo que me pertenecía. Nadie me puede juzgar por intentar recibir de mi esposa el cariño y afecto que yo le brindaba ¿no? Y si no, no debería haberse casado conmigo. Volví a escupir. Jazz ponían en la radio. El bajo andaba y yo deambulaba como un tigre prisionero. Se iba a acabar. Tenía mi orgullo, no porque fuera mujer, sino porque era una zorra. La imaginaba en los brazos del otro y una masa oscura y pesada atenazaba mi pecho, como si fuese a escupir oscuridad.
"Cualquier día me iré" me había amenazado sin cesar, mil veces. Nunca me dijo qué le molestaba de mí, esperaba un cambio por mi parte que no sabía como hacer. Y así fuimos muriendo poco a poco. Nunca me dijo qué le molestaba de mí, creo que no lo sabría ¿podría preguntarle? sí, podría, pero no me diría nada.
Esa zorra. Esa puta. Es una malparida. Como el otro. Un gorgoteo de bilis. Era perfecta y quería un mundo perfecto, y le vendí la sinceridad. "Nada podré ofrecerte excepto tu vida conmigo" y aceptó. Es lo que pasa cuando firmas un contrato sin leer la letra pequeña. Y luego se dedicó a estirar y estirar mi razón una y otra vez para maltratarme. Años y años de matrimonio sin corresponder. Volví a escupir. Subí el volumen de la música. Tiré otro de nuestros absurdos marcos de fotos al fuego. Mi casa es un circo de los horrores. Un silencioso acto recopilatorio de las torturas que había llevado a cabo.
Me sentí poderoso, el fuego estaba fuera de la chimenea, estaba fuera de sus normas, de las que había dictado, de su orden. Se lo indiqué. "Ves puta, ¿ves cómo se queman las cosas? No, no intentes apelar a mi razón. Quemo nuestra vida". Me hizo gracia el hecho de que mi sombra fuese como la de un duende de una noche de verano bailando alrededor del fuego. Me reí exageradamente. Y ahí es cuando empezó a mirarme.
Me miró con sus dos hermosos ojos. Tuve suerte, embauqué a la más bruja y a la más hermosa. Me miró como si estuviese loco. "¿Loco? ¿Loco yo? No hay pecados por los que juzgarte ni destino ni karma. Ni Dios ni Satán. Aquí estamos solos tú y yo. Bueno, y el soplapollas ese" señalé al amante maniatado en una esquina, adormilado y drogado "esperaba más de ti. El sufrimiento genera sufrimiento, y siempre, siempre viene de vuelta".
Rocié al maniatado amante con gasoil. Un olor ácido, hiriente se arremolinó en la biblioteca. El fósforo ardiendo le siguió, y acompañaron al cadáver varias horas de jazz y de gritos mientras me fumaba un cigarrillo:
- No creo que le importe - le susurré a una llorosa Dorotea - que le robe el tabaco.
Cuando el cadáver se consumió la miré a los ojos y no le dije nada. Le quité la mordaza y la encañoné con la pistola. "Está fría," suspiró. Apreté el gatillo. Apunté de tal forma que el ojo le saltó, y la mandíbula se le rompió. La sangre salpicó mi camisa, ya me miraba sabiéndose muerta.
Era una puta obra de arte, su sangre chorreaba por mi cara, su cuenca vacía era elocuente, su ojo sano no rezumaba ni odio ni locura, sino resignación. Justo como quería, el tiro me había salido bien. Mis manos enguantadas pusieron la pistola en su mano:
- Sola, condenada por doble homicidio. Deforme. A partir de mañana desearás no haber nacido.
Susurré las palabras despacio, con veneno. Debí darle miedo según vi en sus ojos, esperaba arrepentimiento, perdón, aceptación del castigo... Miedo. Eso no me lo esperaba. Con furia agarré su mano armada y de un balazo conjunto, lo último que hicimos juntos me arranqué la tráquea. La bala me quemaba en la garganta que ya no estaba, el vacío se apoderó de mi voz.
Elegí la tráquea porque podría ver mientras me asfixiaba cómo apuntaba desesperada a su cabeza y ver que ninguna bala quedaba ya en la recámara. Muriendo con fuego en la garganta, con el sabor a cobre en la boca y con mi alma todavía masacrada esbocé una sonrisa mientras me atragantaba a borbotones con la sangre.
Ella presentía la derrota, la muerte llamando a sus ojos.
Sola.
Deforme.
Deseando no haber nacido.
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