jueves, 27 de febrero de 2014

Y tus palabras.

A tus pies de polvo y tu cabello de hiedra le faltan todavía los dicretos anuncios de un mundo incompleto. En la locura de escribir un verso aleatorio tras otro me vienen a la memoria los distintos epígrafes de una vida reciente, dolorosa y cautiva. Y pienso en lo inconexo de nuestro tiempo y todo lo que me rodea. Y pienso en ti, y cómo me afecta tu palabra. Asqueado por el mundo y mis ojos henchidos por el sueño dicto frase a frase a los medios de masas para que te lo manden. Y tus palabras vienen a mí, con tus pies de polvo y tu cabello de hiedra, y tu corazón de manzano, podrido por el tiempo y cicatrizado debajo de una corteza perenne, con tus ojos, resueltos a no olvidarse jamás del pasado, pero sí a perdonar.
Y tus palabras me llegan envueltas en puñales a veces, a veces en risas y en cuentas de silencio. Tus palabras me llegan a veces directas al pecho, a veces directas al cerebro y ponen en marcha la máquina. Y si algún día no llegaran... no sé qué pasaría ese día.

lunes, 24 de febrero de 2014

La Tormenta.

Vi la tormenta de lejos. Asentí para mis adentros y continué mi camino mientras la calma se apoderaba de los terrenos en los que me asentaba momentáneamente. La tormenta continuaba impasible delante mía, es posible que ésta avanzase hacia mí, pero yo parecía no darme cuenta de su movilidad, solamente estaba concentrado en mi avance y en mi futuro choque con ella. Conforme me acercaba los árboles renacían desde su invierno y su muerte, la nieve se derretía y surgía la hierba, las gotas de agua iban cayendo cada vez más despacio, el silencio tornaba momentos indiferentes en música y cada uno de los segundos que transcurrían se llenaban de los trágicos movimientos de violines, del fragor de la batalla de los metales y del intimismo de una guitarra que resonaba de fondo, como una invitada inusitada en tal agrupación musical.
Conforme me acercaba  las estrellas brillaban más en el cielo, y un prisma en la luna descomponía los colores vomitándolos sobre la tierra con violencia extrema. La delicadeza y perfección del vacío se hacían más evidentes en su ausencia y las sombras de las luces de los hombres amenazaban en el camino que iluminaban. El propio camino enraizaba en los árboles, se introducía entre montañas, ciudades, bosques, puentes y debajo de los ríos. Los animales se volvían peligrosos e indomables, la inmensidad se agrandaba.
Ella aparecía. Descorazonada. Terrible. Sangrienta. La tormenta atenazaba el horizonte con una descarga de energías. Parecía succionar a su paso toda la magnificencia que el mundo desarrollaba a través de mi. Concentraba la vida dejando carente de significado todo en su derredor, se mostraba violenta ante mi presencia, conforme me iba acercando. Los tornados se volvían más pequeños cuando me acercaba a ella. Ya no me importaban apenas los tornados. Nunca debí acudir a ellos. 
¿Quién quiere un tornado cuando puede introducirse en el interior pleno de un huracán?

miércoles, 12 de febrero de 2014

Amanecer matemático.

Se desliza un rayo de sol dispuesto por la ventana,
recayendo sobre la guitarra con suavidad,
enseñándome un segmento de cuerda de plata.
Amanece un día más en otro cubículo de lujo,
en otra cárcel con diamantes, jaula de rubíes.
En la mesa amenaza el calendario gritando los días,
apuntándote a la cabeza con su voz de sangre.
Los relojes cantan la monotonía y la monorritmia
en corro alrededor de los asfixiados a discreción.
Las farolas gotean el aceite que dispensa la caída
de la juventud perdida, de el tiempo que se pierde siempre.
Y el mundo se quiebra si te quedas quieto,
si bailas o sonríes, si dejas que la comida
se enfríe en el plato y la succionas con rapidez,
por miedo al depredador que viene de lo oscuro.
Y miras a héroes forjando su destino lejos del tuyo,
y ves a los dioses creando en sus torres de cristal,
en sus amatistas manchadas de depravación.
Y en la serpiente que se desliza entre fajos de billetes,
en cuerpos incinerados por su propio veneno,
en lenguas muertas de ridículos pensamientos
y en siniestros de caballos desenfrenados.
Y la serpiente que no se desliza, descansa al sexto día
y disfraza con su piel y adorna la cama,
y repta más que anda pensando en un adonis de barro,
rompiendo la costilla del polvo,
almacenando sueños y más sueños,
que llenen el caligrama de la rutina y la desidia,
de la rutina y la desidia,
de la rutina y la desidia,
de la rutina y la desidia...

sábado, 8 de febrero de 2014

Soneto.

Bajo los susurros de tus ojos,
enclaustrado en tu vientre de barro,
preso en el estrado de tu diéresis
sobre el calor directo en tu piel,

en la pluma de tu pie descalzo
y en el calor del aire que espiras
subyacen los secretos de todos
los poemas que jamás escribí.

Vientos ligeros me traen sabores
de una lejana tormenta acústica
y de naranjo discretos pétalos.

Me descarnan la cara y el cielo,
y en tu ausencia dicen dibujando:
todas mis palabras salen de ti.

domingo, 2 de febrero de 2014

El recuerdo de sus ojos: parte primera.

Es destino de grandes hombres tener por costumbre recordar su pasado, adivino por lo consiguiente que no soy uno de ellos. De mi infancia no recuerdo gran cosa, todo se ha humedecido en un poema oscuro y profundo, inmerso en las difíciles tierras de un pantano. Quizás gran parte de esta existencia mezquina sea por esa desgracia.
El único atesorado recuerdo de mi infancia es el de ella, con sus ojos verdes, de luna llena en esas noches de aullar maligno y respiración vertebral. Era muy joven, la conocí cuando mi padre me conducía a las entrañas de la tierra. Bajamos las escaleras de piedra que retumbaban con sepulcral eco, descendimos una a una las costillas del planeta, para adentrarnos en la cueva que servía de refugio al médico.
La temperatura alcanzaba el grado de sobrenaturalidad, un frío azul intenso parecía darnos una suave caricia, como si hubiese alguien deslizando su frío aliento sobre mi joven cabellera, erizando el pelo de mi espalda conforme daba un paso tras otro, las antorchas en los muros apenas si caldeaban con inquina levedad el ambiente, parecían más un adorno que un elemento que realmente estuviese vertiendo algo de calor en la sala.
En la cueva, de forma alargada, realizada con piedras cuadradas de color gris ceniza, decenas, quizás cientos de pasillos confluían paralelamente en uno central en que arremolinaba retazos de niebla azulada que, ante mis pasos y los de mi padre, se disgragaba con suavidad en un eco perenne que se perdía en la infinitud de la cueva. Múltiples camillas tapadas con mantas blancas descansaban bajo las bóvedas de los pasillos, con bandejas y objetos de brillo afilado y aterrador. Desconocía entonces qué albergaban las níveas sábanas, sospechaba que lo averiguaría pronto, mas, me estaría velado durante no muy largo tiempo.
Tal día fue mi último como niño y mi primer día como adolescente, tardaría más tiempo en ser un hombre adulto, pero ese día perdí mi corazón entre los ojos de una mujer, para no recuperarlo jamás entre las piernas de las que sucesivamente vendrían detrás de ella. No conocí otro amanecer en que hubiese de jugar en las puertas de mi casa, a la luz del farolillo en días oscuros o del sol en días claros: mi infancia quedó apresada en aquellos muros gritando como un alma inconexa por cada una de las piedras que componían la cueva.
El médico retomaba sus actividades tras una breve pausa en la que escrutinó a los dueños de los pasos. Al bajar los escalones tropecé, desordenando la quietud del momento con una vibración sónica más alta de lo normal que pareció un insulto a la melodía de nuestros pasos, mi mano se apoyó sobre la pared para evitar la caída y lo sentí. Un frío sobrenatural, como el de un ataud sin acolchar, como de tierra húmeda y oscuro mar del norte se coló en mi mano, en el punto intermedio entre mi cúbito y mi radio en el nexo de la muñeca. Se atenazó allí y se agarró a mis músculos, se llevó mi calor hacia la pared, tragándoselo con una suave succión hasta la negrura y la muerte. Suspiré con asombro y el médico resopló molesto por la interrupción.
Al llegar a la mesa, mi padre y el médico comenzaron a hablar, me dejaron en el ostracismo tras dirigirme una mirada básica de desdén y lo que parecía ser un amago de saludo pueril, ridículo en un hombre que no parecía acostumbrado a palabras de tan grande embergadura como el amor.
Entonces la vi. Estaba quieta en la esquina, con sus poderosos ojos verdes mirándome con una fuerza inusitada para ser una niña, o al menos así la recuerdo. Con el color de lo salvaje, un punto de calor cruel en la sala penumbrosa, la gema que se guardaba en mitad de la cueva. Quedé prendado mientras mi infancia se despegaba de mis hombros y se perdía, como el calor en mi muñeca entre los muros de esa negrura, y me quedaba vacío, con el ardor de esos ojos clavados en el estómago, con el silencio que se impuso atronando en mis oídos, con la férrea atmósfera atenazando mi respiración. Con el río de sensaciones inundándome, a mí, a la cueva, al mundo entero. Mas la realidad me devolvió al mundo real cuando mi padre concluyó la charla con el médico y dijo:
- Eric, te quedarás aquí. Y servirás de aprendiz del doctor Höffman.