Vi la tormenta de lejos. Asentí para mis adentros y continué mi camino mientras la calma se apoderaba de los terrenos en los que me asentaba momentáneamente. La tormenta continuaba impasible delante mía, es posible que ésta avanzase hacia mí, pero yo parecía no darme cuenta de su movilidad, solamente estaba concentrado en mi avance y en mi futuro choque con ella. Conforme me acercaba los árboles renacían desde su invierno y su muerte, la nieve se derretía y surgía la hierba, las gotas de agua iban cayendo cada vez más despacio, el silencio tornaba momentos indiferentes en música y cada uno de los segundos que transcurrían se llenaban de los trágicos movimientos de violines, del fragor de la batalla de los metales y del intimismo de una guitarra que resonaba de fondo, como una invitada inusitada en tal agrupación musical.
Conforme me acercaba las estrellas brillaban más en el cielo, y un prisma en la luna descomponía los colores vomitándolos sobre la tierra con violencia extrema. La delicadeza y perfección del vacío se hacían más evidentes en su ausencia y las sombras de las luces de los hombres amenazaban en el camino que iluminaban. El propio camino enraizaba en los árboles, se introducía entre montañas, ciudades, bosques, puentes y debajo de los ríos. Los animales se volvían peligrosos e indomables, la inmensidad se agrandaba.
Ella aparecía. Descorazonada. Terrible. Sangrienta. La tormenta atenazaba el horizonte con una descarga de energías. Parecía succionar a su paso toda la magnificencia que el mundo desarrollaba a través de mi. Concentraba la vida dejando carente de significado todo en su derredor, se mostraba violenta ante mi presencia, conforme me iba acercando. Los tornados se volvían más pequeños cuando me acercaba a ella. Ya no me importaban apenas los tornados. Nunca debí acudir a ellos.
¿Quién quiere un tornado cuando puede introducirse en el interior pleno de un huracán?
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