Es destino de grandes hombres tener por costumbre
recordar su pasado, adivino por lo consiguiente que no soy uno de
ellos. De mi infancia no recuerdo gran cosa, todo se ha humedecido en
un poema oscuro y profundo, inmerso en las difíciles tierras de un
pantano. Quizás gran parte de esta existencia mezquina sea por esa
desgracia.
El único atesorado recuerdo de mi infancia es el de
ella, con sus ojos verdes, de luna llena en esas noches de aullar
maligno y respiración vertebral. Era muy joven, la conocí cuando mi
padre me conducía a las entrañas de la tierra. Bajamos las
escaleras de piedra que retumbaban con sepulcral eco, descendimos una
a una las costillas del planeta, para adentrarnos en la cueva que
servía de refugio al médico.
La temperatura alcanzaba el grado de
sobrenaturalidad, un frío azul intenso parecía darnos una suave
caricia, como si hubiese alguien deslizando su frío aliento sobre mi
joven cabellera, erizando el pelo de mi espalda conforme daba un paso
tras otro, las antorchas en los muros apenas si caldeaban con inquina
levedad el ambiente, parecían más un adorno que un elemento que
realmente estuviese vertiendo algo de calor en la sala.
En la cueva, de forma alargada, realizada con
piedras cuadradas de color gris ceniza, decenas, quizás cientos de
pasillos confluían paralelamente en uno central en que arremolinaba
retazos de niebla azulada que, ante mis pasos y los de mi padre, se
disgragaba con suavidad en un eco perenne que se perdía en la
infinitud de la cueva. Múltiples camillas tapadas con mantas blancas
descansaban bajo las bóvedas de los pasillos, con bandejas y objetos
de brillo afilado y aterrador. Desconocía entonces qué albergaban
las níveas sábanas, sospechaba que lo averiguaría pronto, mas, me
estaría velado durante no muy largo tiempo.
Tal día fue mi último como niño y mi primer día
como adolescente, tardaría más tiempo en ser un hombre adulto, pero
ese día perdí mi corazón entre los ojos de una mujer, para no
recuperarlo jamás entre las piernas de las que sucesivamente
vendrían detrás de ella. No conocí otro amanecer en que hubiese de
jugar en las puertas de mi casa, a la luz del farolillo en días
oscuros o del sol en días claros: mi infancia quedó apresada en
aquellos muros gritando como un alma inconexa por cada una de las
piedras que componían la cueva.
El médico retomaba sus actividades tras una breve
pausa en la que escrutinó a los dueños de los pasos. Al bajar los
escalones tropecé, desordenando la quietud del momento con una
vibración sónica más alta de lo normal que pareció un insulto a
la melodía de nuestros pasos, mi mano se apoyó sobre la pared para
evitar la caída y lo sentí. Un frío sobrenatural, como el de un
ataud sin acolchar, como de tierra húmeda y oscuro mar del norte se
coló en mi mano, en el punto intermedio entre mi cúbito y mi radio
en el nexo de la muñeca. Se atenazó allí y se agarró a mis
músculos, se llevó mi calor hacia la pared, tragándoselo con una
suave succión hasta la negrura y la muerte. Suspiré con asombro y
el médico resopló molesto por la interrupción.
Al llegar a la mesa, mi padre y el médico
comenzaron a hablar, me dejaron en el ostracismo tras dirigirme una
mirada básica de desdén y lo que parecía ser un amago de saludo
pueril, ridículo en un hombre que no parecía acostumbrado a
palabras de tan grande embergadura como el amor.
Entonces la vi. Estaba quieta en la esquina, con sus
poderosos ojos verdes mirándome con una fuerza inusitada para ser
una niña, o al menos así la recuerdo. Con el color de lo salvaje,
un punto de calor cruel en la sala penumbrosa, la gema que se
guardaba en mitad de la cueva. Quedé prendado mientras mi infancia
se despegaba de mis hombros y se perdía, como el calor en mi muñeca
entre los muros de esa negrura, y me quedaba vacío, con el ardor de
esos ojos clavados en el estómago, con el silencio que se impuso
atronando en mis oídos, con la férrea atmósfera atenazando mi
respiración. Con el río de sensaciones inundándome, a mí, a la
cueva, al mundo entero. Mas la realidad me devolvió al mundo real
cuando mi padre concluyó la charla con el médico y dijo:
- Eric, te quedarás aquí. Y servirás de aprendiz
del doctor Höffman.
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