Sentado en la barra del bar,
dejando que pase el tiempo,
cubierto de musgo cómplice,
arropado por el ruido,
refugiado atmosférico,
privado de la existencia.
Me deslizo con cuidado
por los asuntos externos,
dejando que este aura de oro,
esta vibración de ébano,
de glaciar de multitud,
enturbie la danza del ser.
El ruido es la melodía,
vaivén azul que me dicta
el estrecho vericuerto,
la sinuosa senda negra
a la que la noche se abre
con las estrellas de luto.
El barullo orquestado abre
las vías respiratorias,
complementa las arterias,
me encadena al taburete
y anuncia el advenimiento
de la gran bestia nocturna.
El barman viene directo,
con la boca abierta me habla,
amarra mi estancia al vaso,
declara mi huida quebrada:
lleva la máscara puesta,
su sed quiere que yo beba.
Hay un fragmento de tiempo
oculto en el caos extremo:
de golpe vi al carcelero,
sirviendo raciones de ocio,
vasos llenos de veneno,
a jóvenes enlatados.
No puedo existir aquí,
perder mi risa entre todas,
mis palabras ahogadas,
mirando todos lo mismo,
si queréis, buscadme lejos:
sólo deseo ser distinto.
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