“Ábreme la puerta”
murmuró Patapalo. “Ábreme la puerta” gritó esta vez
acompañando su voz de dos golpes profundos y huecos en la madera
torcida y vieja de la habitación. “He dicho, que me abras la
puerta” tornóse su voz amenazadora y oscura. “Si no me abres,
echaré la puerta abajo” susurró entredientes, “ábreme, maldita
zorra, que me comeré tu corazón si no lo haces”. Improperios e
insultos varios se estrellaban contra la puerta inmóvil mientras le
propinaba con la palma de la mano golpes cortantes y directos,
pegando cada vez más la cara a la madera roída por la carcoma.
“Ábreme... ¡He dicho que me abras! Está bien, no me dejas otra
opción”. Abierta ya la puerta, forzada a base de golpes entró,
cuchillo en mano, y, apoyándose en la única pata que tenía sobre
la cama, apuñaló el colchón hasta saciar su rabia, con la mirada
roja. Plumas revoloteaban por toda la habitación y la luna se colaba
por la ventana abierta al manto nocturno.
Al darse cuenta de la
sombra de la ausencia en el lecho, volvió a él la rabia y salió
corriendo (como buenamente pudo) de la habitación, agarrando su
escopeta al salir por la puerta de la villa. Llamando a gritos a la
que buscaba vagó entre los bosques aledaños a la casa, buscó en
los caminos, en las cuevas y en los troncos de los árboles, no se
molestó cuando comenzó a llover, no le molestaron las riadas, la
rabia y la furia lo cegaba. Buscó hasta el amanecer, buscó durante
varios días sin importarle el hambre, sin importarle apenas el
cansancio, hasta que encontró. Subidos en uno de sus caballos vio a
lo lejos, ya fuera de sus tierras, fuera de su potestad a los
causantes de su furia, su hija y su amante.
Su grito resonó por toda
la sierra, su maldición y su juramente de venganza ocupó el eco de
los valles durante varios días, el disparo lanzado al aire espantó
a los pájaros de la zona. A la vuelta a su señorío abrió la verja
con tranquilidad, cerrándose ésta con un lúgubre chirriar, la
enredadera prendida en los muros de la casa, el jardín lleno de
hierbajos y los cristales sucios le miraban temerosos, conocedores de
su rabia. La puerta de la casa, señorial y en roble, abierta desde
que saliese, esperaba ansiosa que no regresase nunca. Tras cerrar la
puerta se pudieron oír los pasos de la pata de palo golpeando el
suelo de piedra primero y el de madera después. Se pararon tras
deambular un rato y sonó por toda la casa el golpe sordo y el grito
y el sollozo de una mujer.
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