“¿El hombre es hombre?” se escapó de sus labios rojos, y vi sus
uñas tintadas de negro morderse contra los dientes, y sus ojos
azules achisparse impacientes contra sus párpados. Su rebelde pelo
negro le tapó la cara durante un momento, que se quitó con el gesto
habitual de su mano. Guardó silencio, bajó sus ojos al suelo y
después recogió su carpeta y se levantó, dos corazones rojos
adornaban la tapa visible. Se marchó, por la puerta, como es normal
en estos casos. Confuso, atraje con mi mano la copa y el paquete de
cigarrillos, vi en el espejo de la entrada mis hombros alicaídos,
formando un ángulo obtuso con mi cuello, ladeado, con mis gafas
sucias y mi pelo revuelto. Cantó al roce de la puerta la campanilla
de la puerta del café. Encendí el cigarro y dejé que su humo me
contaminase la garganta y me quemase. Miré al fondo del vaso, vi
cómo se derretían los microglaciares de mi vaso y bebí.
Calmó
el alcohol amargo esa quemazón en mi garganta, no sé si era el
tabaco o si acaso era el conglomerado sentimental y bilis que
amenazaba desde mi estómago. Me levanté y me acerqué a la barra,
comenzaba mi turno. Cogí mi guitarra y esperé allí, entre los
humos y efluvios del bar, esperando que calasen en mi visión y no
viese lo que había en la puerta. El taburete sobre el que me sentaba
tenía una de las patas más cortas, como de costumbre, y por una
vez, no me importó. Acabé el contenido del vaso y lo deposité al
lado de la barra. Al fondo del estrecho bar, sin apenas espacio para
nadie, sonaron dos plicas que me marcaron el ritmo, primeramente las
partes fuertes del compás, después todos los tiempos.
Entré
en la zona donde estaba el resto de la banda. “Vaya carácter con
la chiquilla, Andrés.” Comentó Teresa, mi saxofonista, dejando
caer a medio lado de su cuerpo el instrumento, apoyando su mano en la
cadera. Desenredó su pelo rubio, rizado, siempre en problemas, y me
echó una mirada de las suyas, con las dos esmeraldas que coronaban
sus ojos. Mi respuesta consistió en una variación en el color de la
ya casi colilla que apretaba entre mis labios, ardió ténuemente y
un exceso de humo salió por mi nariz. Deslicé las manos por el
cuerpo de la guitarra y después las cuerdas, solté la púa en la
mesa y comencé a tocar. Dejé que las notas fluyeran a través de
mí. Sin ninguna imagen en mi cabeza, simplemente dejaba a la
realidad, a un juego matemático y lógico escapar fuera de mi mente
y convertirse, por una vez, en algo real y palpable como es el
sonido. A mi melodía, a mi armonía se acopló un ritmo por la
batería, una lluvia suave de los platillos, un golpe terco y
estridente con el bombo. Al poco, comenzaron el piano y el contrabajo
a improvisar conmigo, y, por último, apareció el saxofón
dialogando conmigo, bailándome, retándome, enfadándome,
tranquilizándome y después exhaltándome, llevándome por toda la
escala sentimental hasta el éxtasis musical. Fuera, en la gran
ciudad, se perdía en las calles una chiquilla, Aura, deseando no
haber nacido jamás, incapaz de desear que aquél hombre hubiese sido
el que no hubiese visto la luz del día en ningún día de su vida.