Un gilipollas. Sí, eso
era, un gilipollas, eso es lo que necesitaba, un gilipollas de esos
que se autonombraban a sí mismo con “j” en el adjetivo, de los
que se aferraban a una idea como el que se aferraba a un clavo
ardiendo sin ver cómo se le queman los dedos. Un puto gilipollas.
Eso es lo que necesitaba. Eso es a lo que había llegado esa mañana
a pensar. Un gilipollas.
El dolor de cabeza había
empezado a remitir al abandonar la oscuridad y acercarse a la
ventana, sentándose en la silla y dejando que el humo de su
cigarrillo saliese tranquilamente por el hueco tras el que se colaba
el rayo de luz solar. Se había quedado embobado mirando por allí,
viendo el humo salir y la luz entrar, tarareando aquella vieja
canción. “You're my sunshine”... Bobadas.
La respuesta había llegado clara, prístina, como una aparición
celestial, necesitaba un gilipollas. Alguien que se empeñase en
llevarle la contraria pese a todo, un obstáculo salvable en el
camino, una piedra a la que patear con gusto, una lata que llevar
consigo, golpeándola. Eso era, un gilipollas. Alguien a quien
insultar, a quien darle la categoría de igual intelectualmente para
poder demostrarle lo equivocado que estaba. Alguien cuyos
planteamientos rayasen en lo obsceno, que lo denigrasen a sí mismo y
que expresasen alguna especie de clave simplista mental que explicase
la correlación de ideas que le obligaban a, con miedo espantoso al
conocimiento, darle vueltas al tema sin profundizar en él.
Tenía
que tratarlo como un igual, darle la razón, considerar educadamente
sus planteamientos para destrozarlos uno a uno, torturando su mente
maltrecha. Era la paliza del intelectual, una forma de destrozo
racional, una autodestrucción que le hacía garante de su persona,
le enseñaba sus límites y le descubría cuan grande era. Lo mejor
de todo muchas veces era que en realidad no se habían dado cuenta de
cómo habían sido vilipendiados y, resaltándose a sí mismos en sus
creencias, se daban por contentados al verse levantados hasta una
altura, conscientes de haber sido partícipes de la maravilla de la
interacción humana, sin saber que solamente tratan de acallar las
ganas de partirse la boca de un macarra intelectual.
¡Qué
maravillosos los gilipollas! El mundo lleno de ellos y en esa mañana
de luz, nubes y humos parecía no aparecer ninguno de ellos. Cómo
deseaba que el mundo se dejase arder solamente por ver uno de esos
gilipollas, un cantero de las palabras que le arrojase como cantos
rodados una idea, para devolverla hecha arte y así poder contemplar
mejor la vida, la muerte, el horror, la música...
Convertir
con filigranas las palabras en bellas palomas, no quería un
gilipollas por la destrucción de éste mismo, sino solamente por el
placer de crear esa belleza a su alrededor, desde la torre de marfil,
a fin de cuentas, la caída de éste es un daño colateral.
Lo
malo de los eufemismos son las palabras que ocultan debajo, daño
colateral es un asesinato que no se quiere realizar directamente. De
todas formas las ideas de un gilipollas no valen para tanto, dejarlo
caer por ver la caída, a fin de cuentas, no era un drama tan grande.
El día se había vuelto de pronto más apetecible, seguro que después vendría un gilipollas y lo fastidia.
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