domingo, 12 de mayo de 2013

Un jazz café.

“¿El hombre es hombre?” se escapó de sus labios rojos, y vi sus uñas tintadas de negro morderse contra los dientes, y sus ojos azules achisparse impacientes contra sus párpados. Su rebelde pelo negro le tapó la cara durante un momento, que se quitó con el gesto habitual de su mano. Guardó silencio, bajó sus ojos al suelo y después recogió su carpeta y se levantó, dos corazones rojos adornaban la tapa visible. Se marchó, por la puerta, como es normal en estos casos. Confuso, atraje con mi mano la copa y el paquete de cigarrillos, vi en el espejo de la entrada mis hombros alicaídos, formando un ángulo obtuso con mi cuello, ladeado, con mis gafas sucias y mi pelo revuelto. Cantó al roce de la puerta la campanilla de la puerta del café. Encendí el cigarro y dejé que su humo me contaminase la garganta y me quemase. Miré al fondo del vaso, vi cómo se derretían los microglaciares de mi vaso y bebí.
Calmó el alcohol amargo esa quemazón en mi garganta, no sé si era el tabaco o si acaso era el conglomerado sentimental y bilis que amenazaba desde mi estómago. Me levanté y me acerqué a la barra, comenzaba mi turno. Cogí mi guitarra y esperé allí, entre los humos y efluvios del bar, esperando que calasen en mi visión y no viese lo que había en la puerta. El taburete sobre el que me sentaba tenía una de las patas más cortas, como de costumbre, y por una vez, no me importó. Acabé el contenido del vaso y lo deposité al lado de la barra. Al fondo del estrecho bar, sin apenas espacio para nadie, sonaron dos plicas que me marcaron el ritmo, primeramente las partes fuertes del compás, después todos los tiempos.
Entré en la zona donde estaba el resto de la banda. “Vaya carácter con la chiquilla, Andrés.” Comentó Teresa, mi saxofonista, dejando caer a medio lado de su cuerpo el instrumento, apoyando su mano en la cadera. Desenredó su pelo rubio, rizado, siempre en problemas, y me echó una mirada de las suyas, con las dos esmeraldas que coronaban sus ojos. Mi respuesta consistió en una variación en el color de la ya casi colilla que apretaba entre mis labios, ardió ténuemente y un exceso de humo salió por mi nariz. Deslicé las manos por el cuerpo de la guitarra y después las cuerdas, solté la púa en la mesa y comencé a tocar. Dejé que las notas fluyeran a través de mí. Sin ninguna imagen en mi cabeza, simplemente dejaba a la realidad, a un juego matemático y lógico escapar fuera de mi mente y convertirse, por una vez, en algo real y palpable como es el sonido. A mi melodía, a mi armonía se acopló un ritmo por la batería, una lluvia suave de los platillos, un golpe terco y estridente con el bombo. Al poco, comenzaron el piano y el contrabajo a improvisar conmigo, y, por último, apareció el saxofón dialogando conmigo, bailándome, retándome, enfadándome, tranquilizándome y después exhaltándome, llevándome por toda la escala sentimental hasta el éxtasis musical. Fuera, en la gran ciudad, se perdía en las calles una chiquilla, Aura, deseando no haber nacido jamás, incapaz de desear que aquél hombre hubiese sido el que no hubiese visto la luz del día en ningún día de su vida.

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