sábado, 9 de abril de 2016

El émbolo de la aguja.

El vino llenaba las copas como un charco de sangre, impregnando la sala con el olor del trabajo de las manos de todos los que lo habían cuidado en su viaje desde uva hasta jugo, mimándolo durante su paseo por las barricas, durmiendo en maderos hasta ver la luz entre cristales, presenciando el cúlmen y lo despreciable de la conducta humana. Ella mostraba con sus ojos la mirada de un corazón abierto, sus ojos verdes como una selva llena de charcos, un barrizal de naturaleza y patio de colegio donde los niños absorben el mundo por vez primera. Él se resguarda de ellos en el sofá, consciente de sí mismo y los límites de su cuerpo, dejando caer su piel huesuda sobre su ropa, que está sentada con profundidad sobre los cojines. La velada avanza con calidez, ella ríe como mil lirios dejando caer su lluvia como un rocío fresco en todos los rincones de la habitación. Él decide abrir su alma de tinieblas poco a poco, temeroso de asustar la luz de los ojos de ella, dejando que la lluvia lo recubra como un polvo astuto y discreto, sintiéndose aplastado por el peso de la vida que no le saluda. Ella tiene cicatrices en las mejillas, una tristeza que hace tiempo que se ha ido pero que siempre deja un aliento de corrosión sobre la piel, a pesar de la sonrisa y la alegría que la cubren la mayoría de los días.
- Elena, está siendo una noche magnífica - comienza él, sin titubear, ignorando los chillidos de su corazón corrompido -, pero me gustaría que no se quedase solamente en esto. Creo que sabes que siento cierta atracción por ti.
Ella titubea un momento, suspira y continúa pronunciando el nombre de él:
- Me gusta mucho hablar contigo, pero sabes que ese sentimiento no es mútuo... - un manto de silencio recubre la habitación - Pero no quiero que esta noche acabe aquí, quédate un rato más, por favor.
Él la mira, con el agujero en el pecho aullando, succionando toda la lluvia que ha estado esparcida por la habitación, con los labios de otra mujer reclamando su nombre en el fondo de su pecho. Sus ojos se consumen en el fuego del rechazo, el silencio de ella es un muro que está dispuesto a aplastar. Ella siente el ímpetu de los labios de él, su furia, su fuerza contra el volumen de su cuerpo y sus propios labios. Con delicadeza, con los dedos como ramas de parra, empuja el pecho de él hacia atrás, observándole los ojos vacíos de rojo y llenos de azul. Él, como un signo de interrogación, se abandona a la huida y desaparece su presencia mínima de la habitación, dejando intacto el vino en las copas, secando toda la risa de la estancia, llevándose consigo cualquier resquicio que pudiera quedar allí de felicidad. Ella se abandona a las sábanas, preguntándose qué palabras dijo él verdaderas y qué palabras dijo solamente para acercarse a sus labios.

Él se sienta con ellos en las barras de los bares. Bebe líquidos más bastardos que el vino, degusta cervezas de agua de río sucio en vasos reutilizados, come frutos secos de cuencos usados mil veces, como mil veces bebieron mil hombres antes que él. Aquellos que se empeñan en llamar amigos preguntan por la velada, preguntan por su cara triste a pesar de haber prometido un relato de lujuria, a pesar de haber prometido el descanso de su sexo, a pesar de haber prometido sellar el agujero de su pecho.
- Es una calientapollas - atestiguaba a cualquier que se atreviese a preguntar -. Estuvo toda la noche calentándome pero luego no se atrevió. Soy demasiado para ella. Ya sabes, ahora a buscar a otra putita que me alegre la noche.

Horas más tarde se introduce en la bañera con las ropas puestas. El agujero del pecho duele demasiado. Fue abandonado por una mujer anteriormente a la llegada de Ella, todavía no es capaz de procesar su cerebro tal cantidad de dolor, su pecho sigue tragando líquido, risas y momentos como si un colador fuese. Sigue robándole dinero a sus padres para poder costear el ritmo de vida que le requiere el agujero, sigue siendo un esclavo de ese vacío emocional que le pide más y más conforme pasan los días. Y sigue mintiendo, hiriendo y ocultando la lástima que siente por sí mismo, con tal de que nadie vea las puertas de oscuridad que tiene debajo de las costillas. 
- Si solamente pudiese beber sangre...
Las ropas se inundan conforme el agua caliente alivia los músculos doloridos de su escaso pellejo. El alba atruena por los tejados de la ciudad, entrando en el cuarto de baño con insultante claridad para un habitante de la nocturnidad. Desconociendo la dósis necesaria para sus propósitos introduce la aguja en su piel, contemplando cómo una gota de su sangre sale de su codo, mezclándose con el líquido transparente, como una nebulosa sobre un fondo blanco. El émbolo se desliza hacia el interior de su cuerpo, haciendo el amor con la muerte. Si tan sólo unas manos firmes hubiesen sabido cuidar de sus uvas antes de que se pudriesen no estaría sumergiendo el rostro dentro del agua. 
Si tan sólo alguien hubiese sabido evitar que se convirtiese en vinagre, tal vez hubiese podido convertirse también en lluvia y en luz.

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