jueves, 22 de agosto de 2013

Segundos de paraíso.

El susurro de las olas se entremezcla con el olor a lavanda de su perfume. La ausencia de verbo llena los delicados golpes con los que la mar acaricia a su amante arenoso, crepita entre las palmeras el fuego en el que la carne toma el apetitoso color.
El paraíso se desliza entre mis dedos al retomar el contacto con las cuerdas de la guitarra. Mi voz se alza descalza entre los árboles, entre la arena. El ritmo me lo dan las olas, la melodía me la dan mis dedos, el alma y el crepitar de las llamas me deja rozar el cielo con la palma de las manos. 
Oculta su luz el sol, risueño, tras su velo de seda, el cansancio atiborra ya mi alma, los placeres de la carne ya desafiaron la integridad de mi paladar, los placeres de la música sosiegan mi espíritu y me regalan el oído. Los placeres de la vista, conjugados con el oído y la atmósfera mágica de la percepción diseñaron un mundo ideal en mi mente.
A medida que desaparecen los caballos sobre el mar del cielo, toman su lugar en el teatro las estrellas y el manto nocturno. Se pierde de vista el mar, y el gran ojo, blanco, con su cazador en el centro se asoma a mirar a los lejanos mortales sabedor de vivir muchos más años que aquellos que le parecen tan lejanos, pero de no ser inmortal. Algún día el ojo desaparecerá, y el cazador dejará de recibir los besos de la luna.
Tres mares se alzan ante mi vista, el mar, el de agua, ausente solamente visible por el reflejo de la luna en las eternas corrientes. El segundo sobre mis ojos, infinito también ante mi pobre percepción, lleno de estrellas, de gotas de leche, ajeno a las ciudades, ajeno a nuestro fuego, ajeno a nosotros. Y por último el infinito mar de sus ojos. El mar al que acerqué mi mirar, sobre el que dispuse mis labios y el que, ansioso, devoré con mi alma y el que decidí besar con mi alma.

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