lunes, 17 de noviembre de 2014

Maastricht.

Maastricht enseña espacios abiertos y verdes,
un cielo estrellado y bocanadas coloreadas.
Muestra agua brotando de sus rincones, vida,
discípulos corriendo en sus asuntos calle arriba,
calle abajo rodando en bicicletas de moho.
Con casas enredadas como un golem en la montaña,
con humo de sus edificios como faros en la noche
que guardan en sus estómagos el fuego y el calor.
Enseña la muerte de sus libros con elegancia,
decae con fuerza, haciéndole trepar hacia el fondo.
Subyuga la naturaleza a sus antojos convirtiéndola
en caramelos y juguetes para sus infantes.
Maastricht lleva el pecado escrito en el nombre,
la ciudad roja que se desata en las noches frías
cuando los cuerpos se buscan en el Mosa,
mirando la luna y manteniéndose fríos.
¡Si sus ladrillos contasen cómo se cogían de la mano,
cómo enjugaban sus labios en los pasos,
simultáneos y cómplices del pecado de quererse;
y susurrasen con reprobación por enamorarse
en una ciudad que no es París ni Roma ni New York!
Maastricht es una ciudad para quererse.
Para querer al mundo, para querer un hogar.
Pero Maastricht no tiene jazmines en su terraza.
Maastricht, ¿por qué no crecen jazmines en tus terrazas
en las noches calurosas de verano?

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