domingo, 26 de enero de 2014

Arde París.

Mientras desclavo las espinas,
arde París entre profundas grietas.
Mientras reparo mis dolores,
arde París con el reflejo vacuo.

Mientras se secan las hojas del invierno,
arde París presa de un puño de acero.
Arde París con los campos elíseos,
el Moulin Rouge y Monmartre.

Arde París debajo de las águilas
que arrancan la carne de las colinas,
arde Baudelaire, arde la revolución,
arde la absenta y la ausencia.
Arde París, la serpiente y el pecado.
No en nombre de todos los puros,
sino en el del rayo de ultramar
y el humo de los libros ardientes.

Arde París, arde Europa, ardo yo.
Y sus ascuas las fotografían
millones de cuerpos, portadores de luz.
Y sus ascuas las llevamos
en las espinas de mi corazón.

Y sus ascuas son como una oración,
a la muerte de todas nuestras palabras,
y sus ascuas se repiten con un eco,
por los caminos de un mundo que ya ha ardido.

Y las ascuas las llevo prendidas
en los cuerpos de los niños perdidos,
de los bohemios desaparecidos,
en el dulzor de los pecados elegantes,
y en la muerte del dios iracundo,
por los constantes dioses del equilibrio
que repiten las mismas posturas,
entrenando para no pelear...
entrenando para no pelear...
entrenando para no pelear...
pelear...
 pelear... pelear...

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