domingo, 2 de febrero de 2014

El recuerdo de sus ojos: parte primera.

Es destino de grandes hombres tener por costumbre recordar su pasado, adivino por lo consiguiente que no soy uno de ellos. De mi infancia no recuerdo gran cosa, todo se ha humedecido en un poema oscuro y profundo, inmerso en las difíciles tierras de un pantano. Quizás gran parte de esta existencia mezquina sea por esa desgracia.
El único atesorado recuerdo de mi infancia es el de ella, con sus ojos verdes, de luna llena en esas noches de aullar maligno y respiración vertebral. Era muy joven, la conocí cuando mi padre me conducía a las entrañas de la tierra. Bajamos las escaleras de piedra que retumbaban con sepulcral eco, descendimos una a una las costillas del planeta, para adentrarnos en la cueva que servía de refugio al médico.
La temperatura alcanzaba el grado de sobrenaturalidad, un frío azul intenso parecía darnos una suave caricia, como si hubiese alguien deslizando su frío aliento sobre mi joven cabellera, erizando el pelo de mi espalda conforme daba un paso tras otro, las antorchas en los muros apenas si caldeaban con inquina levedad el ambiente, parecían más un adorno que un elemento que realmente estuviese vertiendo algo de calor en la sala.
En la cueva, de forma alargada, realizada con piedras cuadradas de color gris ceniza, decenas, quizás cientos de pasillos confluían paralelamente en uno central en que arremolinaba retazos de niebla azulada que, ante mis pasos y los de mi padre, se disgragaba con suavidad en un eco perenne que se perdía en la infinitud de la cueva. Múltiples camillas tapadas con mantas blancas descansaban bajo las bóvedas de los pasillos, con bandejas y objetos de brillo afilado y aterrador. Desconocía entonces qué albergaban las níveas sábanas, sospechaba que lo averiguaría pronto, mas, me estaría velado durante no muy largo tiempo.
Tal día fue mi último como niño y mi primer día como adolescente, tardaría más tiempo en ser un hombre adulto, pero ese día perdí mi corazón entre los ojos de una mujer, para no recuperarlo jamás entre las piernas de las que sucesivamente vendrían detrás de ella. No conocí otro amanecer en que hubiese de jugar en las puertas de mi casa, a la luz del farolillo en días oscuros o del sol en días claros: mi infancia quedó apresada en aquellos muros gritando como un alma inconexa por cada una de las piedras que componían la cueva.
El médico retomaba sus actividades tras una breve pausa en la que escrutinó a los dueños de los pasos. Al bajar los escalones tropecé, desordenando la quietud del momento con una vibración sónica más alta de lo normal que pareció un insulto a la melodía de nuestros pasos, mi mano se apoyó sobre la pared para evitar la caída y lo sentí. Un frío sobrenatural, como el de un ataud sin acolchar, como de tierra húmeda y oscuro mar del norte se coló en mi mano, en el punto intermedio entre mi cúbito y mi radio en el nexo de la muñeca. Se atenazó allí y se agarró a mis músculos, se llevó mi calor hacia la pared, tragándoselo con una suave succión hasta la negrura y la muerte. Suspiré con asombro y el médico resopló molesto por la interrupción.
Al llegar a la mesa, mi padre y el médico comenzaron a hablar, me dejaron en el ostracismo tras dirigirme una mirada básica de desdén y lo que parecía ser un amago de saludo pueril, ridículo en un hombre que no parecía acostumbrado a palabras de tan grande embergadura como el amor.
Entonces la vi. Estaba quieta en la esquina, con sus poderosos ojos verdes mirándome con una fuerza inusitada para ser una niña, o al menos así la recuerdo. Con el color de lo salvaje, un punto de calor cruel en la sala penumbrosa, la gema que se guardaba en mitad de la cueva. Quedé prendado mientras mi infancia se despegaba de mis hombros y se perdía, como el calor en mi muñeca entre los muros de esa negrura, y me quedaba vacío, con el ardor de esos ojos clavados en el estómago, con el silencio que se impuso atronando en mis oídos, con la férrea atmósfera atenazando mi respiración. Con el río de sensaciones inundándome, a mí, a la cueva, al mundo entero. Mas la realidad me devolvió al mundo real cuando mi padre concluyó la charla con el médico y dijo:
- Eric, te quedarás aquí. Y servirás de aprendiz del doctor Höffman.

No hay comentarios:

Publicar un comentario