sábado, 12 de abril de 2014

El fantasma.

 - Tienes esa mirada.
   -¿Qué mirada?
   - La de haber sido herido por las mujeres, chico.
    Pensativo contemplé a la chica que se sentaba a mi lado en la barra del bar, vestida de colores oscuros, pelo largo y piel pálida. Sujetaba en la mano algo que parecía ser un vodka con fanta de naranja, como solían beber las chicas jóvenes que buscaban una borrachera rápida.
    - ¿Y qué sabrás tú de las heridas de las mujeres?
   - Dejan un sangrado especial en los ojos, tú lo tienes. Lo viertes en la barra de este bar.
Guardé silencio durante un par de minutos. No era cierto del todo.
    - Crees saber mucho, ¿no? ¿Y si mis heridas son por cualquier otra cosa? Me duele muchísimo que esta cerveza esté por la mitad -respondí con una sonrisa-.
    - Eres un tipo simpático. - dijo tocándose el pelo- Lo de la cerveza siempre se puede arreglar.
    La sonrisa que estalló en su mirada dio pie a una noche entera de baile en palabras, cuando salimos a la calle también bailaba mientras caminabamos, toda ella era baile, era una pluma.
     Cuando la dejé en su puerta, la besé en la mejilla y volvió a sonreir. "No quiero que te vayas así de triste", dijo, y la besé en los labios con frugacidad, ocultos por el paraguas de los edificios y las farolas como únicas testigos.
* * * * *
    A la mañana siguiente no había nada más que un muro de silencio. La pluma había desaparecido, la luz del sol revelaba los detalles que no había sido capaz de ver por la noche: su casa, al pasar por allí, resultó ser un conjunto de cochambre, nadie recordaba haberme visto con ella la noche anterior.
   Despertaba en mitad de las noches mirándola bailar, en cualquier lado, en las luces, en los fósforos, en las candela del hogar, en los líquidos alcóholicos, en la inmobilidad de las fotos.
     Un día la vi bailando con otro hombre, él iba andando y ella dando pequeñas zancadas delante suya. La vi transparente, vestida con las ropas que le agradarían al otro hombre, ya no era la misma. Era un fantasma. Me levantaba lleno de ira, pensando en ella bailando, viéndola desaparecer un día y aparecer en otro sitio, viéndola allá donde iba. No quería verla más.
    En mitad de la noche, perseguido por los espíritus del insomnio decidí levantarme, avancé despacio, tanteando los pasillos, las paredes, los muebles, la pata de una silla con la que me di un golpe en el dedo meñique del pie. Fui a la cocina a servirme una taza de alguna infusión, para que el líquido caliente se deslizase por mi esófago y me tranquilizase. Antes decidí parar en el cuarto de baño.
    Abrí la puerta y encendí la luz, como si no estuviese allí entré con el sonido líquido que da el pie descalzo sobre las losas de marmol, sin sentir apenas el contacto con la frialdad del suelo. De golpe, tomé consciencia de la gelidez de las baldosas, del frío que hacía fuera de la cama, que el fantasma ya no estaba allí. Empecé a celebrarlo y fui dando tumbos hacia la cama donde me quedé mirando el techo hasta que amaneció. Me levanté para comenzar un nuevo día, pero me sentía raro. No podía ser verdad, antes de desaparecer me había dado una última puñalada, ya no estaba más allí, en mi vida, pero, cuando me miré en el espejo, lo vi, lo sentí. En mis ojos:
     El sangrado especial de la herida que deja una mujer.

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