miércoles, 2 de abril de 2014

Gilipollas.

Un gilipollas. Sí, eso era, un gilipollas, eso es lo que necesitaba, un gilipollas de esos que se autonombraban a sí mismo con “j” en el adjetivo, de los que se aferraban a una idea como el que se aferraba a un clavo ardiendo sin ver cómo se le queman los dedos. Un puto gilipollas. Eso es lo que necesitaba. Eso es a lo que había llegado esa mañana a pensar. Un gilipollas.
El dolor de cabeza había empezado a remitir al abandonar la oscuridad y acercarse a la ventana, sentándose en la silla y dejando que el humo de su cigarrillo saliese tranquilamente por el hueco tras el que se colaba el rayo de luz solar. Se había quedado embobado mirando por allí, viendo el humo salir y la luz entrar, tarareando aquella vieja canción. “You're my sunshine”... Bobadas. La respuesta había llegado clara, prístina, como una aparición celestial, necesitaba un gilipollas. Alguien que se empeñase en llevarle la contraria pese a todo, un obstáculo salvable en el camino, una piedra a la que patear con gusto, una lata que llevar consigo, golpeándola. Eso era, un gilipollas. Alguien a quien insultar, a quien darle la categoría de igual intelectualmente para poder demostrarle lo equivocado que estaba. Alguien cuyos planteamientos rayasen en lo obsceno, que lo denigrasen a sí mismo y que expresasen alguna especie de clave simplista mental que explicase la correlación de ideas que le obligaban a, con miedo espantoso al conocimiento, darle vueltas al tema sin profundizar en él.
Tenía que tratarlo como un igual, darle la razón, considerar educadamente sus planteamientos para destrozarlos uno a uno, torturando su mente maltrecha. Era la paliza del intelectual, una forma de destrozo racional, una autodestrucción que le hacía garante de su persona, le enseñaba sus límites y le descubría cuan grande era. Lo mejor de todo muchas veces era que en realidad no se habían dado cuenta de cómo habían sido vilipendiados y, resaltándose a sí mismos en sus creencias, se daban por contentados al verse levantados hasta una altura, conscientes de haber sido partícipes de la maravilla de la interacción humana, sin saber que solamente tratan de acallar las ganas de partirse la boca de un macarra intelectual.
¡Qué maravillosos los gilipollas! El mundo lleno de ellos y en esa mañana de luz, nubes y humos parecía no aparecer ninguno de ellos. Cómo deseaba que el mundo se dejase arder solamente por ver uno de esos gilipollas, un cantero de las palabras que le arrojase como cantos rodados una idea, para devolverla hecha arte y así poder contemplar mejor la vida, la muerte, el horror, la música...
Convertir con filigranas las palabras en bellas palomas, no quería un gilipollas por la destrucción de éste mismo, sino solamente por el placer de crear esa belleza a su alrededor, desde la torre de marfil, a fin de cuentas, la caída de éste es un daño colateral.
Lo malo de los eufemismos son las palabras que ocultan debajo, daño colateral es un asesinato que no se quiere realizar directamente. De todas formas las ideas de un gilipollas no valen para tanto, dejarlo caer por ver la caída, a fin de cuentas, no era un drama tan grande. 
El día se había vuelto de pronto más apetecible, seguro que después vendría un gilipollas y lo fastidia.

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