viernes, 16 de mayo de 2014

Ascensión.

Floto. Parece que volase. Me observo a mí mismo desde lejos, parece que soñase. Veo mi cuerpo tumbado en el suelo y ya no tengo ningún sabor en la boca. Tampoco encuentro la facilidad que tenía antes para respirar, no me hace falta. Tampoco me pican los ojos por no pestañear, el tiempo es un continuo sin ninguna interrupción milimétrica.
Me voy alejando de mí mismo, floto más lejos, cada vez más alto. salgo a través de la ventana y me deslizo entre los edificios, no hay gravedad. No tengo conciencia de ser yo, no puedo verme, es como si fuese una esfera de visión. ¿Cuándo desaparecí? apenas me di cuenta del cambio. Creo que fue doloroso, pero ya no guardo recuerdos de nada. Algo, como una especie de niebla se arremolina alrededor mía, de mi yo pasado. Ya no está. Ya no existe el yo.
Avanzo, ya solo hay verde, vida, árboles, azul, agua, blanco, cielo. Puedo contemplarlo todo en mí mismo y poco a poco voy desapareciendo hasta ver cómo yo soy lo que voy viendo y dejo de ser yo. La velocidad aumenta, vuelo como si fuese una gaviota, sobre las aguas. Yo soy las aguas, yo soy las gaviotas y el viento, yo soy los peces abajo. Yo soy las montañas sobre las que me alzo.
Cada vez más arriba, también soy la tierra y la luna, cuando alcanzo los bordes del planeta hay un salto infinito. Tomo conciencia de ser mucho más grande, de ser vacío, de no ser. También soy ardiente, un sol que genera energía y radiación a miles de kilómetros. Voy siéndolo todo, voy llenando el espacio poco a poco, saliendo del sistema solar, aunque ya lo llene todo.
También me convierto en destrucción, me absorvo a mí mismo en la vorágine de el giro y la velocidad, me aconglomero para crear formas verdes y azules en el infinito. Brillo tanto que tengo que girar, me quema la energía, tantísima y tan concentrada que se escapa en bucles donde el tiempo y el espacio se curvan y dejo de ser.
Cuando empieza a ser la distancia abismal comienzo a tomar consciencia del tiempo. Cómo deja de pasar grano a grano el reloj de arena para ser una corriente líquida, vertiginosa. Pasa todo, todo se repite, como un pequeño ingenio mecánico lleno de componentes independientes.
La distancia se hace tan abismal que todo va diluyéndose, como una gota de tinta que cae sobre un papel y va extendiendo sus ramas de sangre a través de las venas de la celulosa, como una gota de agua en un río. Lo único que queda es el tiempo. El tiempo se repite, como un martilleo flotante sobre ningún yunque, como un ritmo interminable, como el crujir de un metrónomo mudo e inmóvil. Todo se difunde sobre el tiempo, todo desaparece. Llega un momento en que el tiempo mismo se hace desaparecer a sí mismo. Como si el martilleo se fuese revolucionando cada vez más, emitiendo una quietud más aguda a cada vuelta, creando una suerte de efecto óptico... el metrónomo aumenta sus pulsaciones  hasta quedarse quieto, diluyéndose todo en una pasta circular que lo invade todo.
En un círculo de radio infinito cualquier punto es su centro.
Y entonces la nada.
Para siempre.
Para nunca.

No hay comentarios:

Publicar un comentario