miércoles, 13 de marzo de 2013

Crónica de una mirada.

Crónica de una mirada.
Hay situaciones que valen un mundo. En medio del ruido y el bullicio, en mitad del frío y la muerte, una noche desapacible y solitaria, quizás una esquina desaparecida de la faz de la tierra.
Pagaría con cualquier cosa por repetir ese momento. Por mantenerlo estanco hasta el aburrido infinito. Ya he visto derretirse el hielo de tus ojos, amenazar con sus garras de gato abriéndose paso en el silencio. He visto, entre sombras alguna luz, un espejismo de salvación.

Cerró de golpe el ordenador portátil. No se le ocurría ninguna manera más de continuar la historia. Parecía que se le había resecado la fuente de las palabras en la cabeza, no podía hacerlo más poético, más profundo. Miró por la ventana en busca de inspiración pero lo único que encontró fueron gotas de lluvia y farolas. Farolas, sosas e insulsas farolas. No se podía contar una historia a través de una farola. Bueno, sí se podía, la historia de algún cuento infantil, pero eso no le competía, o, por lo menos, no quería que le competiese. El escritor buscaba algo de inspiración, el tópico de todos los escritores sin inspiración, siempre la misma historia, unos ojos somnolientos pegados a la pantalla, a la servilleta, al cuaderno, a la suela del zapato, a cualquier lado donde se pueda escribir. Unos ojos tristes, deshechos, suplicantes casi. Los ojos ateos no se atreven a rezar, los ojos creyentes culpan a otros de su poca suerte.
Hastiado abandonó su salón. Cogió una libreta y decidió buscar la inspiración en las calles, en las apisonadas calles, en las pintadas calles. En la suciedad y la lluvia, en una copa ardiente en mitad de la noche, en unos pasos helados. La mejor manera de escribir la crónica de una mirada era salir a buscarla, a cazarla.
Se puso su chaqueta. Bajó las escaleras deprisa, el viento le ayudó sin gentileza a abrir de un portazo el portal de su calle. Vivía en unos pisos cochambrosos, abandonados de la mano del Dios de Abraham y de cualquier otro, una fachada que anteriormente sería gris pero que la inmundicia había cubierto de humedad, plantas y centenares de tipos de musgo, casi abandonado, ennegrecido, decorado por la naturaleza. Casi abandonado, poblado por más insectos que personas. La puerta de entrada al edificio arrojaba una lúgubre luz amarilla sobre unas puertas barnizadas recientemente, única muestra de renovación del edificio, dando paso a un interior con un blanco sucio perenne en la pared, arañas en las esquinas y escaleras de color negro estrechas, suelo de azulejos y puertas chirriantes. Los monstruos de terror no vivirían en un sitio como este, abandonado incluso por ellos, Dios no pensaba en estos lugares a la hora de realizar su creación continua.
Con la lluvia arropando su abrigo negro se deslizó por las calles solitarias bajo la luz de los faroles. Se dirigió con pesadumbre a algún rincón cercano que ofreciese algo nuevo a su maltrecha mente. No era precisamente un rincón el sitio sobre el que entró, un sitio que olía a limpio y no a humo, que servía copas caras y en el que sonaba música no muy marginal. La gente se sentaba en los sillones a tener agradables conversaciones que no les quebrasen la cabeza. Y el escritor, en medio de su proceso creativo en estanco se sentó solo en una mesa semioscurecida. Las horas pasaban y las cervezas iban ocupando sitio en la mesa, dejando más solitaria a la servilleta sobre la que había pretendido escribir.
Unos ojos se acercaron a verle, unos ojos marrones ocultos tras unas gafas y un mechón de pelo negro. Unos ojos en un cuerpo no muy grande pero no muy pequeño, unos ojos con unos labios rojos como el demonio, unos ojos muy dolorosos, unos ojos para recordar y no olvidar. El escritor se acercó a esos ojos y tras un rato de charla y bebidas del espíritu decidió abandonar su mente infecta de ideas en el silencio que le correspondía y seguir viviendo la crónica de su mirada.
En un callejón, lleno de humo, lluvia y silencio, se encontraron en la pared de ladrillos rojos, duros, testigos de su pasión. Besó los labios de sus ojos, los de su boca después. Como se devora una fruta devoró su boca, bailaban las lenguas de fuego bajo las miradas atentas de las palomas. Empapaba la lluvia su mechón de pelo negro que le caía, con los demás, sobre el rostro, las gafas quedaban mojadas en el llanto de las nubes, la barba del escritor goteaba por el hueco de su camisa hacia el pecho.
Algo cambió de golpe. Algo se había cambiado de sitio de un momento a otro y había deshecho el encanto. Extrañado la miró a los ojos y descubrió una verdad terrible que lanzó su alma al abismo.
Dios había muerto en sus ojos. Ya no estaba allí, ya sus ojos no eran los que le miraban anteriormente, los de su crónica, ahora sus ojos eran la muerte, su sonrisa el infierno, su perfume azufre y la lluvia que le caía lodo. Se veía a sí mismo reflejado en los ojos de ella, ardiendo entre sus brazos, se veía perdido. Gritó rasgando su voz y huyó, abandonó el callejón y la oscuridad que la rodeaba a ella. Pero el mundo también había cambiado, todo era oscuro, si Dios antes no bajaba a aquellos lares ahora ya no existía, ya había muerto. Corrió y no vio más que oscuridad, ella no lo persiguió.
Una luz se interpuso entre su camino, un golpe sordo y un chirrido anularon su movimiento. Al instante yacía en el suelo con los dedos en charcos de agua, sangre y barro, dos metros detrás suya el conductor del coche llamaba a una ambulancia mientras la vida se le escapaba del pecho. Miró al callejón esperando ver su imagen y solamente encontró negrura y muerte. Quiso mirarla a los ojos, quiso, pero no pudo. De sus ojos inolvidables le quedaba la imagen, de Dios el recuerdo.

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